Queridos amigos
Lo mejor que tiene la Parábola del Sembrador (Mt 13, 1-23) es que la explica el mismo Jesús. Da por sobrentendido que el Sembrador es Dios (y Jesús y tú y yo), que la semilla es la Palabra de Dios (el Reino de Dios, la fe, los valores, un buen ejemplo, una sonrisa, etc.), y que los terrenos son las personas. Da también por supuesto que la semilla es buena y que el sembrador es también bueno, además de conocedor de su oficio y trabajador. Supuesto todo esto Jesús explica que hay cuatro clases de terreno (de personas, familias, Instituciones) y cómo cae la semilla y cuánto produce en cada uno. (Entre paréntesis, uno se pregunta si no es dar por supuesto demasiado, pues por ejemplo muchas veces sembramos cizaña en vez de buen trigo y no somos tan buenos sembradores).
Los cuatro terrenos de los que Jesús habla son: los caminitos transitados por los que todos pasan, los terrenos pedregosos, los llenos de espinos y los de tierra buena. Y corresponden respectivamente a las personas “superficiales” (en las que las semillas se las comen los pájaros (el Maligno) antes de que penetren; las personas “áridas”, por su inconsistencia e inconstancia en el obrar; las “preocupadas”, por los afanes y las seducciones de la vida; y “las buenas”, que dan fruto del 30, 60 ó 100 %. No habla de los terrenos (personas) pura roca o graníticos (los corruptos, los ateos y agnósticos militantes), que no sólo no acogen la Palabra de Dios sino que la rechazan y atacan.
Clasificar los terrenos y señalar las personas que los representan puede parecer interesante, pero lo que realmente interesa es saber el fruto que pueden dar: su cantidad y calidad. Porque la Palabra de Dios sembrada no puede no dar fruto. ¿Cuál es el fruto que el Señor espera que demos? Por sus frutos los conocerán, dice el Señor en otra parte (Mt 7,16). No bastan las buenas palabras e intenciones. Tenemos que dar frutos buenos, abundantes y duraderos. Como los llamados frutos del Espíritu Santo (Gal 5, 22-23). Pero sobre todo, tenemos que buscar el Reino de Dios y su justicia, construir el Reino de Dios, pese a todo. Y hacer que la fe venza a la incredulidad y que arraigue y profundice, no obstante las dificultades y las vicisitudes por las que uno tenga que pasar.
Ciertamente la Palabra de Dios, que es la semilla que el sembrador siembra, es ante todo Jesucristo. Conocerlo, amarlo y hacerlo crecer en nosotros; así como darlo a conocer a los demás para que crezca en ellos y cambie sus vidas, es el fruto que se espera de nosotros.