El Evangelio del domingo de hoy nos relata el conocido pasaje del envío por parte del Señor de los setenta y dos discípulos a anunciar el Evangelio, la “Buena Noticia” a los pobres. Jesús, avanzando ya en la predicación del Reino, se da cuenta que necesita muchos colaboradores que cooperen con Él en la transmisión de su mensaje ya que “la mies es mucha y los obreros son pocos” (Mt. 9,35). La pedagogía del Señor en relación a sus seguidores es muy clara: ofrece, en primer lugar, un espacio de acompañamiento y aprendizaje para conocer y experimentar los valores del Reino y, posteriormente, irradiar esa experiencia de salvación y de liberación a todos los hombres porque quien lo conoce y se sumerge en su vida no puede solamente beneficiarse en sí mismo en el ejercicio de la santidad personal sino que tiene ser luz para quienes le rodean.
Ya anteriormente Jesús había elegido a doce discípulos para que estuvieran con él, aprendieran y compartieran “lo que habían visto y oído”. Ahora extiende esa elección y envío más abiertamente porque comprende que su Padre Dios le envía como misionero para extender el Reino universalmente, plenamente abierto a cualquier tiempo y lugar.
Cuando Jesús envía sus setenta y dos discípulos les da unas recomendaciones claras y precisas: pónganse en camino (El Papa Francisco irá “en salida”), con profundo sentido de itinerancia, sin apegos que aten a personas o cosas, con valentía y coraje, convicción y motivación profundas para superar las dificultades de indiferencia, incomprensión y rechazo, con humildad y sencillez para afrontar con buen talante la vulnerabilidad de la vida, ligeros de equipaje porque las cosas, cuando son superfluas, obstaculizan la irradiación del mensaje. No hay que pensar en el éxito de la misión, que no se producirá de inmediato, sino en la siembra y el eco de la Palabra que repercutirá en el futuro…
La llamada del Señor a conocer su mensaje, a seguirlo y a ser sus portavoces en el mundo, al estilo del ejemplo que reflexionamos en el evangelio de hoy, es universal. No está reservada a un número determinado de cristianos. La herencia bautismal nos marca para vivir en santidad con la fuerza del Espíritu y nuestra propia colaboración y a ser luz en el mundo. En nuestras experiencias ordinarias de la vida
podemos encontrar multitud de oportunidades para ser testigos del Señor resucitado de palabra y de obra.