Queridos hermanos:

La vida es como una gran carrera: nosotros somos los atletas y la meta es cielo, el encuentro con Dios. Así describía san Pablo la vida cristiana: “Yo, hermanos, no me hago ilusiones de haber conquistado la meta; pero, eso sí, olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno para conseguir lo que está adelante y corro hacia la meta, hacia el premio al que Dios me llama desde lo alto por medio de Cristo Jesús” (Flp 3,13-14). Todo cristiano, para conseguir la meta deseada debe estar “en forma”; es decir, como todo atleta que quiere triunfar, el cristiano que quiera llegar a Dios debe tener bien entrenado su cuerpo y su espíritu. Los días de cuaresma, que comenzaron el miércoles pasado con la imposición de la ceniza, pueden ser para nosotros un gran tiempo de entrenamiento del cuerpo y del espíritu para poder llegar a la Pascua, que es algo así como el adelanto de nuestra meta final: la resurrección, el cielo, la vida eterna junto a Dios.

El miércoles pasado, miércoles de ceniza, las lecturas bíblicas nos sugerían las maneras de entrenar el cuerpo con oración, ayuno y limosna (Cf. Mt 6,1-8.16-18). Muchas veces el cuerpo es el causante de nuestros pecados cuando nos dejamos dominar por los instintos, por eso hay que entrenarlo con esos tres ejercicios cuaresmales. Pero quizá el gran causante de nuestros tropiezos y dificultades en nuestro camino al cielo es nuestro espíritu desordenado, fuera de forma, rebelde, causante de grandes pecados que nos alejan de la meta. Las lecturas del evangelio de este domingo nos ayudan a entrenar nuestro espíritu.

El evangelio de este primer domingo de cuaresma nos narra esos cuarenta días que Jesús pasó en el desierto, donde fue tentado por Satanás (Cf. Mt 4,1-11). Comúnmente las tentaciones contra el espíritu que vivimos cotidianamente son las mismas que Jesús experimentó en el desierto. En primer lugar, está la tentación del placer: “El tentador se acercó a Jesús y le dijo: Si eres Hijo de Dios manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Si tomamos en cuenta que Jesús tenía ya cuarenta días de ayuno (Cf. Mt 4,2), podemos imaginarnos la tentación que significó para Jesús que le mencionaran la palabra “pan”. En eso consiste el deseo de “placer”, en ir tras cualquier cosa que nos atraiga, que nos procure una satisfacción, aunque sea momentánea, dejando de lado muchas veces valores esenciales. El placer atrae, y los espíritus débiles suelen caer en él. Jesús supo cómo enfrentar esta tentación, aferrándose a aquello que fortalece el espíritu: la Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

Una segunda tentación que suele ser frecuente en nosotros, y que también experimentó Jesús en el desierto, es la tentación del “poder”: “El demonio llevó a Jesús a la ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo diciéndole: Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra” (Mt 4,5-6). Debemos reconocer que hay una tendencia en el ser humano a buscar el poder y la autoridad, un afán por dominar todo y a todos. Aun cuando Jesús, por ser Dios, tenía toda autoridad sobre la creación, no hizo alarde de ello y se refugió otra vez en Dios y en su Palabra (Cf. Mt 4,7).

Por último, es común entre nosotros experimentar la tentación del “tener”. Jesús también la sintió en el desierto: “El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: Te daré todo esto, si te postras para adorarme” (Mt 4,8-9). A quién no le gusta tener cosas, acumular riquezas, porque, según dicen algunos, así se puede vivir mejor. El problema con las riquezas es que debilitan el espíritu y nos alejan de la meta. ¿Puede una persona obesa correr rápidamente? Si eso es difícil, resulta casi imposible correr hacia Dios estando cargado de riquezas. Jesús sabía bien eso, por eso le contestó al tentador: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto” (Mt 4,10).

Los cuarenta días en el desierto fueron para Jesús como una especie de fortalecimiento del espíritu. Después de esta experiencia, su espíritu salió fortalecido y comenzó a realizar su misión con ánimo y valentía. De la misma manera, los cuarenta días de la cuaresma pueden ser para nosotros un entrenamiento exhaustivo de nuestro cuerpo y de nuestro espíritu para correr hacia nuestra meta que es Dios. Las prácticas cuaresmales de oración, ayuno y limosna, los ejercicios espirituales que Jesús nos enseñó en el desierto, junto con un sincero arrepentimiento, nos dejarán listos y preparados para afrontar nuestra carrera hacia Dios.

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