TIEMPO DE CONVERSIÓN, TIEMPO DE REVISIÓN

Cuando nos apartamos Dios, sumo Bien y principio originario de todo, aparece el mal, realidad que nos engaña ofreciéndonos lo supuestamente “mejor”, pero que solo provoca el rompimiento de la armonía de la creación. La pregunta por el mal intenta ser respondida en esta tradición bíblica judía de los primeros capítulos del Génesis, por medio de un relato mítico interpretado desde la fe. No hay necesidad de buscar dónde quedaba aquel Edén, ni deberíamos echar la culpa a la mujer porque le dio el fruto a Adán entrando el pecado al corazón del hombre. No nos debemos acercar a estos relatos del Génesis como si quisiéramos justificar todo diciendo “así pasó”. Usemos la sabiduría del lector que con fe desea descubrir un mensaje que está escondido pero muy latente en esta narración, porque también el lenguaje denotativo comunica y muchas veces conduce a la interacción con los personajes adentrándonos en el propio relato hasta llegar a identificarnos con ellos, y si tienen esa categoría de narraciones míticas, pues en ellos de alguna forma estamos presentes en germen. Del deseo de Dios que nos ofrece todo para ser feliz (el Edén), surge una advertencia: no comer de un árbol, pues al comerlo podría comprometer el patrón único en la relación del hombre con Dios: el hombre es importante en esta creación, pero no es Dios, es una criatura. Surge la intervención de uno de los animales, la serpiente, también criatura, venerada por muchos pueblos antiguos como deidad de la sabiduría, para provocar la confusión (“diabolo”) en el ser humano, varón y mujer. Así, queda abierta a la humanidad la posibilidad de elegir (conocimiento del bien y del mal) ya sin el amparo de Dios, lo que les lleva también a experimentar la mayor expresión de la fragilidad humana: el pecado. Por su desobediencia, sale a relucir su propia desgracia; ahora miran con temor a Dios y se esconden, no quieren asumir su responsabilidad. La creación se ha resquebrajado, el ser humano ha marcado un derrotero apartado de Dios, y eso le hace infeliz. El Salmo 50 es uno de los himnos más conocidos por la tradición bíblica. Fue atribuido a David, pues refleja mucho de su capacidad de arrepentimiento ante los pecados cometidos que narran tanto los libros de Samuel como Crónicas, pero es probable que un salmista lo haya compuesto a partir de una experiencia extraordinaria de misericordia ante un pecado grave. Su súplica es conmovedora, la sinceridad del reconocimiento de la culpa es loable, pero más aún, es abrumadora la confianza de que Dios lo purificará de toda esa inmundicia.

Pablo, dentro de su discernimiento acerca de la eficacia del poder salvador de Cristo Jesús que no se restringe al judío sino a todo ser humano, luego de colocar en el mismo plano de pecado a judíos y gentiles, quiere enfatizar en la universalidad salvífica para lo cual debe afirmar también la universalidad del pecado. Esto le sirve para hablar del hombre Jesús, el nuevo Adán, que ha venido a reconstituir la imagen del ser humano perdida por el pecado de Adán, “el primer hombre”. Por tanto, ni siquiera el pecado por más realidad de desgracia y mal que trae consigo no puede doblegar al amor misericordioso de Dios. Por tanto, más que un tema de obrar bien o mal, deberíamos pensar si realmente estamos unidos o no a Cristo, porque quien ha aceptado a Cristo procurará con todas sus fuerzas jamás pecar. Pero, aunque falláramos en eso, la fuerza del amor de Dios disipa toda oscuridad del mal.

Así, Jesús, para los evangelistas – en este caso Mateo – tuvo que afrontar las tentaciones más fundamentales, las referidas a su propia misión que estaba por iniciar. Jesús vino a salvar a la humanidad, no a que le rindan honores vanos; vino a traer paz y armonía con la creación, no a corromperla y destruirla; vino a instaurar la mejor manera de relacionarnos con Dios, no a desfigurarlo con el falso poder. Jesús vence a las tentaciones del mal a fuerza de adoración a Dios y con la confianza de que el corazón del hombre pueda acoger su mensaje. Si hay hambre en la tierra no es por culpa de Dios, y si se hace ayuno es para valorar que todo es providencia divina. No hay otro Dios más que el Padre, y su amor es el valor más preciado que puede poseer el ser humano, incomparable con lo que pueda generar esta tierra. Y Dios es un Dios que habla con su presencia al modo de la suave brisa, no con la magia y los prodigios extraordinarios. Jesús viene a convencernos de que Dios nos ama solo con la confianza de seguirlo a Él. Iniciamos la Cuaresma, y este camino no es para atribuirnos que somos seres desgraciados, pecadores, malvados; ¡no! La Cuaresma no es para esto; es para confirmar el amor misericordioso de Dios. Este tiempo es para renovar nuestra convicción firme de ser hijos de Dios y hermanos de Cristo. Si hemos optado por creer en el Dios de Jesucristo, es tiempo de revisar cómo estamos en nuestra opción fundamental. Así podremos coincidir con el salmista que al darse cuenta de su pecado, se deja invadir por la misericordia de Dios y confiesa a viva voz su fe en el Dios que lo ha perdonado. ¿No quieres vivir también tú esta experiencia?

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