Queridos amigos
Celebramos hoy la Ascensión de Jesús. Cuando subió al cielo y se sentó a la derecha del Padre, tal como lo cuenta Marcos (Mc 16, 15-20) y lo rezamos en el Credo. O más exactamente, cuando, terminada su misión en la tierra, volvió al Padre de quien había salido (Jn 17, 13.24) y recibió todo poder y gloria en el cielo y en la tierra (Fil 2, 9-11). Es ante todo su triunfo personal, por el que hemos de felicitarle con toda el alma. Pero es también nuestro triunfo (Ef 2.6), por el que nos felicitamos los unos a los otros.
Para nosotros la Ascensión de Jesús significa que va a realizar lo que nos había prometido: ante todo, enviarnos desde el Padre al Espíritu Santo, que será su relevo entre nosotros (Jn 16, 7); luego prepararnos un lugar en el cielo donde estemos siempre con Él (Jn 2,2-3). Significa también, desde el lado de los apóstoles y nuestro, que hemos de mirar continuamente a donde está Cristo, para que nos sirva de estímulo, inspiración y guía en nuestro caminar por la tierra (Col 3., 1-3); que en la historia de la salvación empezó el tiempo del Espíritu y de la Iglesia; que la iglesia fundada por Cristo en los apóstoles había llegado a su mayoría de edad (Hech 1, 10-11), para actuar en adelante, ya no tanto de la mano de Jesucristo, como un niño, sino con el Espíritu del Señor, como adulta.
De todos estos puntos tan importantes, quiero referirme sólo al que llamo el tiempo del Espíritu y de la Iglesia, que incluye el de la Mayoría de Edad de la Iglesia. Pero antes, una necesaria observación: la partida de Jesús al Padre no significó dejarnos huérfanos, pues sigue en persona con nosotros en la eucaristía, al mismo tiempo que está junto al Padre Dios en el cielo. Se fue, pero se quedó, en lo que llamamos su presencia sacramental. Siendo Dios, pudo hacerlo, quiso hacerlo y lo hizo.
Tras la ascensión de su Maestro, los apóstoles se sintieron apenados y desconcertados (¡¿quién no?!). De repente se sintieron solos y con la responsabilidad de llevar a cabo la gran misión que les confiara (Mt 28, 19). Ciertamente Jesús los había preparado para ello (Mc 33, 13-15), pero siempre habían dependido de Él, que además los había sacado de tantos apuros. Ahora, allí estaban ellos, solos, atónitos y sin saber qué hacer. Hasta que sintieron la voz que les despertó a la realidad. ¡Jesús ya se fue…! Ahora les toca actuar ustedes (He 1, 10-11), es su turno. Y se volvieron a Jerusalem, a esperar la venida prometida del Espíritu Santo y dar con Él testimonio de Jesús. Con Jesús como fuente y modelo, empezaba un nuevo tiempo en la Historia de la Salvación: el tiempo de la acción del Espíritu Santo y de la Iglesia, cuyo inicio se cuenta en el libro de los Hechos de los Apóstoles.