Hermanos:

La Real Academia de la Lengua Española define a un ciego como “aquel que está privado de la vista”. Todos entendemos que la palabra “vista” se refiere uno de los cinco sentidos, pero la misma Real Academia también define la vista como la capacidad de “percibir algo con la inteligencia”. De ambas definiciones podemos deducir que la ceguera puede ser de dos tipos: aquella que impide la captación de imágenes, colores, formas, es decir, la ceguera física; pero también existe un tipo de ceguera que impide el entendimiento, la razón, el sentido, la felicidad, o sea, una ceguera espiritual. En otras palabras, y aunque suene mal, estamos hablando de una ceguera de los ojos y de una ceguera de la cabeza y del corazón. Ahora bien, ¿cuál de los dos tipos de ceguera es el más grave? ¿Cuál de los dos no tiene remedio? Echemos un vistazo al evangelio de este domingo, que habla precisamente de la ceguera, para ver si encontramos una respuesta.

El evangelio de san Juan, que leemos este domingo, nos presenta a dos tipos de ciegos: uno padecía de la ceguera física y los otros de una ceguera espiritual. Del primero se nos dice que era ciego de nacimiento (Cf. Jn 9,1), es decir, se trataba de una persona que nunca había visto los colores, ni las formas, ni a la las personas. Jesús se le acerca, reconoce su limitación física y lo cura. El propio texto nos dice que el que era ciego reacciona al instante creyendo en Jesús, reconociéndolo como su Señor (Cf. Jn 9,35-38) y dando testimonio de él. Quizá nos sorprenda el hecho de que esta persona, que nunca había visto siquiera la silueta de un ser humano, reconozca tan rápido a Jesús. Lo que sucede es que este hombre, aunque tenía una limitación física, su corazón y su razón funcionaban muy bien. Este ciego no podía ver por los ojos, pero contemplaba y sentía el mundo con su inteligencia. Ante un milagro tan evidente que, ciertamente, no pudo ver pero sí entender, se dio cuenta de que signos tan grandes solo podían venir de Dios. Así se lo expresa a los fariseos: “Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.” (Jn 9,31-33). La ceguera física de este hombre no fue impedimento para que pudiese ver la acción de Dios en su vida. Y es que no hacen falta los ojos para ver a Dios, hace falta inteligencia, confianza y corazón. Por eso, la ceguera física podrá ser una dificultad para vivir esta vida (dificultad que, gracias a Dios, cada vez viene siendo más superada), pero no es impedimento para vivir en la otra vida. Con los ojos del corazón basta para llegar al cielo, y este hombre los tenía bien abiertos.

Ahora veamos el caso de los otros personajes que aparecen en la lectura: los fariseos. También a ellos me atrevo a calificar como ciegos. Ellos, al igual que el ciego de nacimiento, tampoco vieron el milagro que realizó Jesús, más bien se enteraron porque las demás personas se lo comunicaron (Cf. Jn 9,13), pero reaccionaron de manera distinta. Mientras que el que había sido ciego creyó en Jesús de manera casi automática, los fariseos empezaron a inventan una serie de pretextos caprichosos y testarudos para evitar aceptar que el milagro solo podía venir de un enviado de Dios. Por ejemplo, cuando el ex ciego les cuenta por primera vez el milagro, que sucedió un sábado, ellos reaccionan diciendo: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado” (Jn 9,16). Luego, se les ocurrió argumentar que el hombre que ahora veía no era el mismo que había estado ciego: “No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: “¿Es éste su hijo, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?” (Jn 9,18-19). Por último, cuando los fariseos se quedaron sin argumentos, se les ocurrió desacreditar el testimonio del que había sido curado: “Ellos le respondieron: “Has nacido todo entero

en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?” Y le echaron fuera” (Jn 9,34). Como vemos, los fariseos nunca llegaron a creer en Jesús por necios, por tercos, por caprichosos. Tuvieron las mismas evidencias que el ciego de nacimiento, pero se negaron a creer. Y es que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Aunque no tenían ningún defecto en los ojos, los fariseos tenían estropeado en corazón, su inteligencia la usaban mal, sus prioridades andaban por otro lado. La ceguera espiritual, la que sufrían los fariseos, probablemente no les dejó ver a Dios en esta vida ni les dejará verlo en la otra.

Ahora sí estamos en condiciones de responder la pregunta del principio: ¿Cuál de los dos tipos de ceguera, la física o la espiritual, es la más grave? Según la historia que nos cuenta san Juan este domingo, ser ciego de la cabeza y del corazón resulta mucho más riesgoso. Es cierto que la ceguera física es un mal terrible e incómodo, pero sería más terrible y trágico quedarse sin ver a Dios al final de los tiempos. Además, hoy la ciencia ha avanzado tanto que poco a poco son menos los que sufren de este tipo de mal. En cambio, el otro tipo de ceguera, la espiritual, aún sigue aumentando y parece no tener freno. Casi a diario se escucha y se ve a gente que tercamente se niega a darle espacio a Dios en su vida, incluso cuando tienen al frente la evidencia de que el ser humano no puede ser feliz al margen de Dios. Por más que se tenga al frente una luz potente, quien mantenga sus ojos cerrados no la verá; por más que Dios quiera acercarse y dar felicidad, en un corazón cerrado no puede entrar.

Cuaresma es un tiempo en el que se nos insiste mucho en dejar de lado todo aquello que no nos deja ver a Dios. Es un tiempo para quitarse la venda de los ojos, los ojos del corazón. No nos sintamos dichosos solamente porque nuestros ojos andan bien, más bien hagamos lo posible para que los ciegos del corazón dejen de lado su terquedad y, por fin, puedan ver.

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