Hermanos:
Con este domingo llegamos al final del ciclo litúrgico. El último domingo de cada año (año litúrgico, no año civil), la Iglesia lo dedica a celebrar a Cristo Rey del universo. El próximo domingo estaremos ya iniciando nuestra preparación para la Navidad con el primer domingo de adviento. Se cierra, pues, un ciclo litúrgico más, pero se cierra con broche de oro, con la fiesta de un Rey, pero no cualquier rey, sino del Rey de reyes.
Este domingo celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. En este día lo proclamamos Señor del cielo y de la tierra, de la Iglesia entera y de nuestras almas. Pero, llama la atención la manera cómo Jesús ejerce su reinado. Todos los reyes del mundo mantienen su reinado con la fuerza de su poder, de su autoridad y de sus armas. Jesucristo, en cambio, se presenta como un Rey pobre y débil. Él es un Rey distinto a los demás. Precisamente, la lectura del evangelio de este domingo nos describe las características de su reinado.
Cualquiera se sorprendería de que en la fiesta de Cristo Rey se lea en el evangelio el momento de la crucifixión de Jesús, porque es una situación en la que Jesús aparece humillado, insultado, casi destruido, nada parecido a un rey de nuestros tiempos. Justamente, la razón es enseñarnos en qué consiste el señorío de Jesús. En esta escena aparecen muchos personajes. En primer lugar, están los jefes de los judíos (autoridades religiosas quizás), que se burlan de Jesús diciéndole: “Si salvó a otros, que se salve a sí mismo, ya que es el Mesías de Dios, el Elegido” (Lc 23,35). Están también los soldados romanos que irónicamente le gritan: “Si tu eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Lc 23,37). Sin saberlo, los jefes y soldados estaban llamando a Jesús por lo que realmente es, Mesías y Rey, se pero equivocaron en el tipo de reinado. Efectivamente, los ultrajes que sufre Jesús lo único que buscaban era una manifestación de poder y de grandeza. Pero Jesús, que ya antes había criticado a aquellos que buscaban señales para convencerse de que él era el Mesías (Cf. Mt 16,1-4), tan solo se limita a decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Y es que la realeza de Jesús no se basa en la fuerza y el poder, sino en el perdón, el amor y el servicio. Así lo descubre otro protagonista de esta historia, uno que estaba crucificado al lado de Jesús, aquel que la tradición ha llamado “el buen ladrón”.
En efecto, este hombre, a pesar de haber sido un malhechor toda su vida y estando a punto de morir, supo demostrar su nobleza de alma en el momento supremo de su existencia y pudo reconocer en Jesús al Mesías y al verdadero Rey del mundo: “Jesús, acuérdate de mí cuando entres a tu Reino” (Lc 23,42). Como vemos, este hombre no le pide a Jesús una demostración de poder, tampoco le pide que lo baje de la cruz y lo libere de sus dolores corporales. Solo suplica el perdón, porque reconoce sus errores (Cf. Lc 23,41). Su fe en Jesús le alcanza la salvación completa de su alma y el premio del paraíso: “En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). ¡Qué afortunado este buen ladrón! En el último instante de su vida supo “robarle” a Jesús también el cielo. Pero, más que un robo, se trató de un regalo maravilloso e inmerecido de la misericordia de Dios por comprender de qué manera Jesús es Rey y volverse su súbdito.
Jesucristo es Rey, pero es un Rey muy distinto a los demás. Es un Rey sin armas, sin palacios, sin tronos, sin honores; un Rey sin ejércitos ni soldados. Es un Rey que ejerce su realeza únicamente con la fuerza del amor, del perdón, de la humildad y del servicio. Es un Rey, pero no para poderosos, ni soberbios, ni adinerados, opulentos, ni sabios o fuertes; sino para malhechores (buenos o malos), prostitutas, Zaqueos, Magdalenas, extranjeros, viudas y pobres. Es un Rey que no atropella ni violenta a nadie, sino que pide que acepten libremente la lógica de su Reino: un mundo de amor, justicia y paz, donde los pobres y humildes de corazón, los mansos, los pacíficos, los misericordiosos y perseguidos sean los primeros y más importantes. Ojalá que en este día también nosotros aceptemos la soberanía de Jesucristo y le proclamemos Señor de nuestras vidas, viviendo su estilo de vida y entrando en la lógica de su Reino. Solo así podremos decir con mayor sentido cada vez que recemos el Padre nuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

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