¿Han escuchado alguna vez a Kiko, el personaje del El Chavo del Ocho? Cada vez que el Chavo insiste en hablar y hablar sin parar, Kiko responde con una frase que se ha hecho famosa: “¡Cállate, cállate, que me desesperas!” La parábola que aparece en el evangelio de este domingo me ha hecho recordar esta frase. Me imagino al juez que aparece en esta parábola diciéndole a la viuda la misma frase, harto de tanta insistencia. Sin embargo, aunque haya similitudes en las reacciones de estos personajes, Jesús contó esta fábula con una intención distinta a la que pueda tener el guionista de la serie mexicana. San Lucas nos presenta el propósito de Jesús en la primera línea del relato: “Jesús les mostró (a sus discípulos) con un ejemplo que debían orar siempre, sin desanimarse” (Lc 18,1). Estamos, entonces, ante una enseñanza acerca de la oración.
Probablemente Jesús observó una actitud que se repetía con frecuencia en sus discípulos: empezaban a rezar con muchas ganas y ánimo, pero con el paso del tiempo, cuando parecía que Dios no escuchaba sus plegarias, rápidamente se desanimaban y dejaban de rezar. Para corregir este detalle, contó la historia de un juez que no sentía ningún cariño ni respeto por Dios ni por los seres humanos, pero que ante la insistencia de una viuda que tercamente le pedía que le haga justicia, prefirió cumplirle su petición para evitarse más molestias (Cf. Lc 18,2-5). Aunque Jesús no lo mencione, imaginemos a este juez diciéndole a la viuda la misma frase que Kiko le dice tantas veces al Chavo: “¡Cállate, cállate, que me desesperas!”. Y es que, ciertamente, Jesús presenta a la mujer viuda como una persona terca e insistente, capaz de “romperle la cabeza” a cualquiera.
El mensaje de la parábola, que san Lucas ya nos reveló al principio, aparece después que Jesús hace una comparación entre la manera de actuar de este juez y de Dios. La idea es la siguiente: Si este juez, a quien no le importaba nada ni nadie, fue capaz de hacer justicia ante la insistencia de la viuda, cuánto más Dios hará justicia a sus hijos, a los que quiere muchísimo, si le piden con perseverancia (Cf. Lc 18,6-7). Es una idea que ya san Lucas ha descrito en otra parte de su evangelio, con la parábola del hombre que acude donde su vecino a medianoche para pedirle tres panes (Cf. Lc 11,5-8). Por lo tanto, si Jesús insiste en esta idea y si san Lucas la cuenta más de una vez, hay que pensar que es un mensaje primordial para los cristianos.
Dios nunca reaccionaría como Kiko. Somos los seres humanos los que nos cansamos, nos hartamos, nos desanimamos. Si nos va bien en la oración, seguimos; si Dios no nos cumple, rompemos con él. Precisamente, este es el argumento de muchos que hoy han decidido irse a otras iglesias o se proclaman no-creyentes. Sin embargo, la correcta actitud de todo cristiano debe ser la constancia en la oración, aun cuando Dios demore en contestar. A Dios le podemos pedir con insistencia y terquedad, sin miedo a que nos diga: “cállate que me desesperas”. Es más, es una actitud que él nos ha invitado a tener: “Pidan y se les dará” (Lc 11,9), o, dicho con otras palabras: “¡No te calles, no te calles, que no me desesperas!” Debemos pedir con la seguridad de que Dios siempre nos escucha y que, si pedimos lo que nos conviene, tarde o temprano nos lo concederá: “¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos si claman a él día y noche, mientras él deja que esperen? Yo les aseguro que les hará justicia, y lo hará pronto” (Lc 18,7-8a).
Para orar sin desanimarse cuando Dios nos hace esperar, hace falta esa fe que es sinónimo de confianza, pero, sobre todo, de fidelidad. Fidelidad porque es fácil “tirar la toalla” cuando nos va mal en la vida y Dios parece no atendernos. Cuántas veces se escucha a personas decir: “Dios no me escucha, Dios me ha abandonado”. Si tuviéramos más fe, confiaríamos más en Dios y no nos desanimaríamos tan fácilmente. Pero, como dice Jesús: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8b). Ojalá que sí.