Queridos hermanos:
El evangelio de este domingo continúa con el tema del evangelio de domingo pasado: cómo debe ser la fe de los discípulos de Jesús. Recordemos que la lectura pasada nos invitaba a tener una fe verdadera, una fe que tenga como principal característica la fidelidad a Dios, aún en los momentos difíciles de nuestra vida. Pues bien, en la lectura que leemos hoy, aparecen 10 personas a las que no les va nada bien en la vida y a las que Jesús les exigirá esta fe íntegra: eran 10 leprosos.
Los leprosos, en la sociedad judía de la época de Jesús, eran las personas más indeseables que existían. Para los judíos, toda enfermedad, y sobre todo una como la lepra, era considerada con como un castigo de Dios por algún pecado cometido. Por esa razón, se les excluía de toda actividad social y religiosa, por ser considerados pecadores e impuros. Incluso, existían leyes que legitimaban esta marginación: “El leproso que tiene llaga de lepra llevará los vestidos rasgados e irá despeinado; se cubrirá hasta el bigote y tendrá que gritar: “¡Impuro, impuro!” Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro y, siendo impuro, vivirá solo; se quedará fuera del campamento” (Lev 13,45-46). Definitivamente, la vida de los que tenían la mala suerte de contagiarse de lepra estaba llenada de sufrimientos, no solo por el dolor de la enfermedad, sino también por el dolor de la marginación.
Pues bien, dice san Lucas que 10 leprosos salieron al encuentro de Jesús para pedirle que se compadeciera de ellos (Cf. Lc 17,13). Jesús, según la lectura, sí se compadeció de ellos, pero en vez de curarlos al instante, los mandó ir al templo y presentarse a los sacerdotes (Cf. Lc 17,14). ¿Qué sentido tenía esta orden de Jesús? Para entenderla hay que mirar nuevamente el libro del Levítico, que así como estipulaba el trato con los leprosos, también ordenaba qué tenía que hacer uno de ellos en caso de curarse: “Esta ley es para el día de la purificación del leproso, cuando lo lleven al sacerdote. El sacerdote saldrá fuera del campamento para examinarlo y comprobar que la llaga de la lepra ha sido sanada. El sacerdote mandará traer para el que ha sido purificado dos pájaros vivos y puros… Después mandará sacrificar uno de los pájaros…” (Lev 14,2-7). Jesús, cuando manda a los leprosos al sacerdote para cumplir con esta ley, implícitamente les está dando a entender que serán curados. Efectivamente, cuando estaban en camino hacia el templo, quedaron sanos (Cf. Lc 17,15a). Pero, esta curación automáticamente divide al grupo: nueve de ellos, al verse curados, continúan su viaje hacia el templo porque, como buenos judíos que confiaban en lo que la ley podía hacer, pensaron que su curación se debía a su obediencia. Solo uno de los diez curados, un samaritano, al darse cuenta del milagro, “volvió de inmediato alabando a Dios en alta voz y se echó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias” (Lc 17,15b-16). La diferencia entre este samaritano y los nueve judíos fue que, mientras ellos confiaron más en el cumplimiento de un precepto para su curación, este samaritano (que, al no ser judío, no tenía por qué cumplir la ley) reconoció que su restablecimiento no fue gracias al cumplimiento de una ley sino a una gracia de Dios. El samaritano demostró que, ante las dificultades, su fe se mantenía fiel a Dios, mientras que los otros decidieron poner su confianza en la ley. Las palabras de Jesús al samaritano lo confirman: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17,19).
Lo que nos sana, lo que nos salva, lo que nos puede asegurar la vida eterna es la fe, pero una fe íntegra y verdadera, que sea sinónimo de confianza y fidelidad en Dios. El cumplimiento de normas y preceptos pueden ayudar a mejorar nuestra vida espiritual pero, en muchos casos, no son determinantes para nuestra salvación. En nuestra vida cristiana muchas veces sucede que ponemos toda nuestra confianza en prácticas piadosas y en la observancia de normas, como si solo cumpliéndolas ya nos estamos asegurando el cielo. Olvidamos que la fe no debe estar dirigida a un precepto, sino al mismo Dios que le da sentido al precepto. La fe en Dios es lo único que nos puede garantizar la salvación, porque el cielo es un regalo de Dios y no una recompensa por el excelente cumplimiento de las normas. La reacción del samaritano ante su curación es un gran ejemplo de fe que debería iluminar nuestra vida: la confianza en Dios, la fidelidad, el agradecimiento y el servicio son nuestros pasajes al paraíso. Estoy seguro que, de ser salvados, en el cielo nos encontraremos con muchos samaritanos, incluyendo al protagonista de esta lectura, porque en el caso de los otros nueve judíos, sabemos que fueron curados pero quién sabe si se salvaron.