Hermanos:

Gracias a san Lucas, todos nos hemos enterado cómo ser buenos cristiano. Digo esto por dos razones: por un lado, sabemos que una de las características más importantes de todo cristiano es el amor al prójimo, es decir, la caridad. Sabemos esto porque Jesús lo repite a cada momento a lo largo de todo el evangelio. Ahora bien, Jesús nos dice que debemos ser caritativos, pero también nos explica cómo debe ser esa caridad. Esta explicación está contenida en la parábola conocida como la del “Buen Samaritano”, que leemos este domingo, y que solo san Lucas ha recogido e incluido en su evangelio.

El tema central de la parábola es, entonces, el amor al prójimo. Nos dice san Lucas que un maestro de la Ley con mala intención le pregunta a Jesús cómo debe hacer para conseguir la vida eterna (Cf. Lc 10,25). Jesús le responde haciéndole recordar lo que la misma Ley dice: el amor a Dios y el amor al prójimo es lo único que nos puede llevar al cielo (Cf. Lc 10,26-28). Aquí es donde nace la parábola. Al parecer, este maestro de la Ley no quiso quedar mal ante los que escuchaban la conversación y para justificarse volvió a preguntar: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Aunque haya nacido de una manera casual y no muy bien intencionada, la verdad es que ésta es una gran pregunta. A aquel maestro de la Ley no le importaba conocer quién era su prójimo y mucho menos ser mejor persona, mejor practicante de la Ley o mejor creyente en Dios. Pero para nosotros, que sí queremos ser buenos cristianos, esta pregunta necesita ser aclarada. Sabemos que para ser verdaderos discípulos de Jesús debemos demostrar nuestro amor a Dios a través del amor al prójimo (así lo dice la primera carta de Juan: “Si uno dice “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso. Si no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” 1 Jn 4,20), pero ¿quién es nuestro prójimo y cómo debemos amarlo? La respuesta la da Jesús en la parábola.

Prójimo viene de “próximo”, por tanto, podemos suponer que toda persona cercana a nosotros es nuestro prójimo. Así podemos considerar, por ejemplo, a un familiar, a un amigo, a un compañero de trabajo o de estudio o simplemente a un conocido. Sin embargo, en esta parábola Jesús nos revela algo más. Para Él, un prójimo también puede ser alguien desconocido, alguien a quien no hemos visto nunca, alguien que no significa nada para nosotros, o incluso alguien a quien no queremos. La única condición para considerar a una persona como nuestro prójimo es que necesite de nosotros. En la historia que nos cuenta san Lucas se nos habla de un hombre que cayó en desgracia y necesitaba ayuda (Cf. Lc 10,30). Tres personajes pasaron junto a él y lo vieron: los dos primeros eran sacerdotes, es decir, conocedores de esa Ley que afirmaba el amor a Dios y al prójimo, y precisamente éstos no lo vieron como prójimo y pasaron de largo (Cf. Lc 10,31-32). La tercera persona era un samaritano, es decir, proveniente de Samaría, una cuidad a la que los judíos consideraban como infiel y pagana. Es este personaje quien sí consideró a la persona accidentada como prójimo. No le importó que aquel que yacía tirado en el camino fuera un desconocido y menos que fuera su enemigo (de suyo, la relación entre judíos y samaritanos en la época de Jesús era de odio y de mutuo rechazo). Simplemente, aquel necesitaba ayuda y éste se la brindó. Ambos fueron prójimos (Cf. Lc 10, 33-35).

Pero la parábola da para más, porque en ella se nos muestra cómo debe ser nuestro amor por el prójimo. Fijémonos en algunos detalles: primero, el samaritano brindó su tiempo a aquel a quien consideró a primera vista como su prójimo. El lugar a donde se dirigía y el motivo por el que iba hasta allá quedaron en segundo lugar frente a la necesidad su nuevo hermano. Además, no solo le brindó su tiempo, sino también su dinero: lo curó con su aceite y su vino, lo condujo a una posada y él mismo le pagó al posadero (Cf. Lc 10,35a). Pero lo más importante que hizo este samaritano fue que, aparte de su tiempo y su dinero, le brindó su corazón. Cuando el samaritano dejó al hombre herido y se fue a cumplir con su cometido, su corazón se quedó con él. Este sentimiento está expresado en la frase que el mismo samaritano le dirige al posadero: “Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta” (Lc 10,35b). Al principio eran dos desconocidos, eran enemigos, pero luego el samaritano cambió sus planes y pensó en regresar para comprobar él mismo la recuperación de su prójimo. Si su corazón no se hubiese quedado con la persona herida, el samaritano no tendría por qué regresar, pues “ya había hecho bastante”. Todas estas actitudes del samaritano están resumidas en una palabra que es clave para reconocer la relación entre prójimos: al principio de la historia se dice que el samaritano sintió “compasión” por el herido (Cf. Lc 10,33). La compasión es la característica principal del amor cristiano entre hermanos.

¿Quién es nuestro prójimo y cómo debemos amarlo? Jesús nos ha respondido con la parábola del “Buen Samaritano”. Tengamos en cuenta que la caridad no es “dar”, sino “darse”. Si vivimos así nuestra vida se transformará en la “parábola del buen cristiano”.

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