La primera lectura de este domingo nos cuenta que unos días después de la Ascensión del Señor, justo el día de Pentecostés, que era una fiesta judía en la que celebraba el momento en que Dios entregó su Ley a Moisés, estaban los discípulos reunidos. De repente una fuerza los envolvió, una fuerza que llegó como lenguas de fuego. Era el Espíritu Santo que Jesús había prometido enviar a sus discípulos. Desde ese momento, el día de Pentecostés dejó de ser para la Iglesia el recuerdo del envío de la Ley, y pasó a ser la celebración que recuerda el día en que se cumplió la promesa de Jesús, el día en que nos envió su Espíritu.
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Lo solemos llamar como Espíritu de Dios, Espíritu de Jesús, el Paráclito, el Defensor. Al ser uno de la Santísima Trinidad, es Dios como el Padre y como Hijo, y al igual que ellos existe desde siempre y ha sido protagonista de las grandes acciones de Dios en la historia. Sin embargo, la Iglesia reconoce que el tiempo en el que más se evidencia su acción es el que va desde que surgió la Iglesia hasta el momento en que llegue la plenitud de los tiempos. Lo que realmente es el Espíritu Santo y cómo actúa en la Iglesia y en nosotros está explicado en las lecturas que se nos proponen para hoy.
El evangelio nos dice que Jesús “sopló” sobre sus discípulos y les dijo: “reciban el Espíritu Santo”. De allí que al Espíritu Santo le llamemos “soplo” o “aliento” de Dios. Si tenemos en cuenta que es el mismo soplo del que nos habla el Génesis, aquel con el que Dios le dio vida al hombre, entonces podemos decir que el Espíritu es una fuerza que sale de Dios y le da vida al ser humano, pero no una vida material, como la de las plantas o animalitos, sino una vida espiritual. El Espíritu anima (“ánima”, en latín, significa “alma”) la vida del ser humano. Pero a la vez, en la misma lectura se nos die que después de darles su Espíritu, Jesús les dijo a sus discípulos: “A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Quiere decir que no solo el Espíritu le da vida espiritual a la persona, sino que también, al ser una fuerza que sale del mismo Dios, capacita a la persona para actuar en nombre de Dios: todos podemos bendecir y hablar en nombre de Dios gracias al Espíritu Santo, los sacerdotes pueden consagrar gracias al Espíritu Santo, los sacramentos actúan gracias al Espíritu Santo.
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles encontramos otra acción del Espíritu de Dios. Cuando los discípulos lo recibieron pudieron evangelizar con más eficacia, y las personas que los oían entendían todo lo que ellos decían. Eso quiere decir que el Espíritu Santo actúa en nosotros capacitándonos para cumplir nuestro deber evangelizador y, a la vez, abre nuestro corazón y nuestro entendimiento para acoger mejor su Palabra y su doctrina. San Pablo, en la segunda lectura de hoy, llega a decir que no podríamos ni siquiera pronunciar el nombre de Jesús si no es por influjo del Espíritu.
Como vemos, el Espíritu Santo nos hace ser personas más plenas, cristianos más plenos, evangelizadores más plenos. Seremos mejores personas y mejores discípulos de Jesús su dejamos actuar al Espíritu, a ese aliento de Dios que vive dentro de nosotros.