DIOS ASCIENDE ENTRE ACLAMACIONES
La tradición apostólica ha recogido a modo de narración la vuelta de Jesús al Padre describiendo una ascensión súbita al cielo. Lucas no solo lo ha recogido en su evangelio, sino que ha querido colocarlo al comienzo de su siguiente obra, los Hechos de los apóstoles. De esta forma, se abre una nueva etapa en la historia salvífica, la de la acción del Espíritu Santo, y lo ha retratado a modo de una despedida de sus discípulos, pero con el aliciente de una promesa: el bautismo con el Espíritu Santo para ellos. Nuevamente entra en conflicto la expectativa por instaurar un reino terrenal circunscrito solo a Israel o mantener viva la esperanza de una nueva era en la que toda la humanidad pueda ser reunida bajo la soberanía de Dios. La ruta ha sido trazada por el Maestro, y entonces, sube a la gloria del Padre. La tensión entre el deseo de un pronto regreso y la necesaria salida en misión por parte de sus discípulos para comunicar que Cristo ha salvado ya a la humanidad, se teje en el último episodio con la intervención de los dos hombres de blanco que confrontan la quietud de los discípulos. Nuestra vida debe transcurrir con los pies aquí en la tierra, pero con la mirada en el cielo. El vendrá; no sabemos cuándo ni sabremos si estaremos con esta vida terrenal para entonces, solo se nos ha pedido esperar y confiar, pero con una misión: que todo ser humano debe enterarse de que tiene un salvador.
Sintonizando con este pensamiento, la tradición paulina apela a que los creyentes invoquen al Espíritu para que puedan discernir la extraordinaria obra salvífica de Cristo, cabeza de la Iglesia e imagen viva del amor de Dios a la humanidad. Dios ha cumplido su promesa constituyendo a Cristo en el Señor de la historia, no habiendo ningún ser por encima de él. Esto nos debe llevar a una reflexión profunda, pues, como en aquellos tiempos en que la gente buscaba otras alternativas de “salvación”, hoy también muchos dicen ser cristianos, pero se aferran a la “suerte”, al “destino”, a “la intervención de fuerzas ocultas”, “a las cartas”, a “los oráculos y adivinaciones” cayendo en una auténtica idolatría. ¿Dónde está la confianza en Dios? Pareciera que de verdad se haya ido para siempre y necesitamos de otras instancias ajenas a la fe. El evangelista Lucas, desea concluir su presentación de la misión de Jesús haciendo recordar a sus seguidores-testigos cómo se llevó adelante su obra salvadora apelando al cumplimiento de la Escritura con lo cual exige que se apertura con ellos la misión más allá de Jerusalén con la compañía del Espíritu Santo a quien tendrán que aguardar en la ciudad santa. Lucas empezó su evangelio en el Templo y decide terminarlo en el Templo, allí donde aguardarán hasta salir y consagrar los corazones de los hombres en el gran templo de la historia: el mundo entero. Por tanto, generación tras generación, la voz de los predicadores no descansará jamás, la caridad de los creyentes no cesará nunca. Estamos llamados a ser comunicadores del amor, de la verdad y de la esperanza. Nuestro mundo golpeado, magullado, herido, necesita ser sanado, atendido y amado. Los oídos de los hombres necesitan escuchar palabras de esperanza. No estamos llamados a convencer por el miedo que Dios nos ama, no lo creo así; sino por nuestra vocación feliz, nuestra coherencia en el actuar y nuestra confianza de levantarnos por la misericordia de Dios. Dios asciende entre aclamaciones, pero espera que esas voces no se callen nunca hasta su vuelta. Nos toca proclamarlo vivamente. Es tiempo de disponernos a la acción del Espíritu, es tiempo de preparar nuestros instrumentos, pues ya está pronta a surgir la mejor melodía de la historia, la que se toca con maestría, pues se sigue al mejor director de orquesta: el Espíritu de la Verdad.