Queridos hermanos:
En el evangelio correspondiente a este domingo se nos cuenta un hecho que tiene como protagonista al apóstol Tomás. Debido a lo que se cuenta de él en esta lectura, al pobre apóstol se le ha calificado como “Tomás el incrédulo”, porque supuestamente dudó de la resurrección de Jesús. ¿Se merece este calificativo? Les invito a analizar rápidamente el asunto.
Para empezar, Tomás no fue el único que tuvo problemas para aceptar como real la resurrección de Jesús. En los evangelios vemos dudando a la Magdalena, a Pedro, al discípulo amado y a todos los demás apóstoles. De hecho, en esta misma lectura se nos dice que los discípulos estaban encerrados con miedo, aun cuando el mismo Jesús les había adelantado su resurrección, prueba de que no estaban seguros de la veracidad de su afirmación. El mismo Jesús tuvo que aparecérseles para ayudarles con su fe. Así que, el hecho de que Tomás, que no estaba con la comunidad cuando Jesús se apareció, dudara, no debería parecernos extraño. Digamos que creer semejante notición es difícil, y más todavía entenderla. Aún hoy podemos encontrar hermanos a los que se les complica entender la resurrección. Yo no los culparía ni los tacharía de “incrédulos”; más bien intentaría ayudarles a creer y a entender usando el mismo método de Jesús: dándoles razones para creer.
Lo que pasó con Tomás fue lo mismo que pasa con todos nosotros al momento de confiar en alguien o en algo: necesitamos motivos para creer. Jesús lo sabía, por eso, cuando notó la incredulidad de su discípulo, le mostró esos motivos: las heridas de sus manos y de su costado. Ahora sí Tomás ya no podía dudar, tenía las evidencias frente a sus ojos, la persona que tenía al frente era el mismo Jesús vivo y resucitado. Y una vez que Tomás tuvo razones claras para creer, lanzó una declaración de fe que ni los otros discípulos pudieron hacer: “Señor mío y Dios mío”. ¿Es justo, pues, llamar “incrédulo” al pobre Tomás? Yo creo que no. Sus dudas de fe estaban justificadas: hasta ese momento el tema de la resurrección era algo teórico, no real. De hecho, Jesús fue el primer resucitado, y creer en eso de buenas a primeras, era difícil. Además, Tomás solo necesitó algunas razones para evitar creer en cosas ilógicas y absurdas. No fue falta de fe, fue buscar la seguridad de la fe.
Después de dos mil años de trasmisión de la fe, nosotros podemos estar seguros de que lo que creemos sobre Dios es cosa razonable, demostrable y lógica. Hoy no deberíamos tener tantos problemas en la fe porque Dios mismo se ha encargado de darnos motivos para creer. Como a Tomás, a lo largo de la historia Dios ha mostrado evidencias de su existencia, de su amor, de la resurrección y de todo lo que la Iglesia enseña. Algunas de esas evidencias están al alcance de nuestros ojos y otras hay que deducirlas pensando un poquito. Si hoy hay dudas de fe es porque no se han descubierto esas evidencias. Por eso, para estar seguros de nuestra fe, no estaría de más preguntarnos: ¿por qué creo en Dios? ¿Qué motivos tengo para creer en él? Suerte con la respuesta.