El evangelio que leemos en el día de hoy nos describe las actitudes diferentes que los discípulos del Señor adoptaron a partir de la experiencia de la resurrección.
Por un lado sentían el gozo y la esperanza de encontrarse nuevamente con el Señor con quien habían compartido la novedad de la instauración del Reino de Dios en el mundo, acompañándole en su predicación para anunciar posteriormente “lo que habían visto y oído”. Lo que habían vivido con el Señor no se quedó en una mera aventura humana sino que trascendía los umbrales del presente para convertirse en un ideal y en una promesa nueva de encuentro con Dios y de transformación del mundo.
Por otra parte la posible reacción de los judíos, que les sucediera como a su Maestro, paralizaba su fe, no les permitía manifestarse abiertamente y en una actitud entre prudente y miedosa se recluían clandestinamente en casas particulares.
Ante este estado anímico y espiritual, el Señor, cuando se les aparece, les desea la paz. Era lo que verdaderamente necesitaban: serenidad de espíritu para afrontar situaciones nuevas y difíciles; calma interior para fortalecer la unidad de grupo, llenarse de valentía y seguir creyendo en el proyecto del Reino. El resucitado les ofrece un nuevo modo de vivir y de ser.
En el evangelio cobra protagonismo también la reacción de Tomás, discípulo del Señor. Para creer quiere ver con sus ojos y tocar con sus manos a Jesús. No se fía del testimonio, desconcertante, que le dan el resto de los apóstoles. Quería sentir la presencia del Señor de una manera experimental externa. Tomás no se da cuenta que para confirmar la fe no es necesario tocar físicamente a Jesús. Para creer en este triunfo de la vida sobre la muerte no necesitamos pruebas ni señales. La fe es ponerse en las manos de Dios y asumir confiadamente que el amor es el único camino para tener vida. Fe es adherirse a Jesús y encontrarlo en los demás.
Es obvio que la resurrección nos orienta a la esperanza pero, a partir del diálogo que el Señor sostiene con Tomás en su segunda aparición que nos describe el evangelio de hoy, el punto de mira debe estar dirigido
también a la fe. No les fue fácil aceptar y creer a los discípulos al Señor resucitado después de la experiencia dura que vivieron durante su pasión: aquel que habían imaginado como al Mesías de gloria muere entre tormentos en la cruz. Por eso no es de extrañar la reacción e Tomás pero cuando Jesús le hace ver que está vivo, que no es una alucinación del resto de los discípulos, cambia totalmente y su duda se transforma en la seguridad de estar en el camino de Dios. Y a partir de este momento todos se sienten contagiados por la Luz del Señor que ilumina su adhesión a Él, se sienten unidos en una misma comunión para realizar en el mundo el Proyecto del Reino y, animados por la fuerza y el gozo del Espíritu, se convierten en testigos y misioneros de la resurrección. Qué lección tan maravillosa para que cada uno de nosotros asimilemos este ejemplo y la presencia del Señor resucitado transforme también nuestras vidas hacia ese mismo proceso de amor y fe al Señor.
A partir de la experiencia pascual, cuando Tomás reconoce con firmeza la presencia del resucitado, indicará que Jesús es “el Señor” y llevará el mensaje de la “Buena Noticia” a todos los hombres.
En este día celebra la Iglesia también la advocación al “Señor de la Misericordia”. Buen momento para sentir el gozo del perdón, la bondad y la acogida del Señor especialmente en este año en que el Papa Francisco ha anunciado el Año de la Misericordia y el perdón como actitudes esenciales en nuestra vida cristiana para vivirlas personalmente e irradiarlas con nuestro propio testimonio. Cristo, marcado por la compasión y la ternura, nos da ejemplo de perdón que es el cimiento del amor cercano y universal. Que triunfe siempre con Cristo el perdón y la misericordia y que la Iglesia, presencia de Cristo en el mundo, sea la casa de la acogida de ese perdón y misericordia de Dios.