Queridos Hermanos:

La Semana Santa se abre con la celebración del Domingo de Ramos, en cuya liturgia se proclaman dos lecturas del evangelio: la de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén y la de la pasión del Señor. Ambas son distintas y antagónicas: la primera de ellas tiene un tono triunfal y jubiloso, y la segunda es dramática y triste. En la reflexión de cada una de ellas, encontraremos una contradicción que no debería dejarnos tranquilos.

Para empezar, cuando leemos el pasaje de la entrada de Jesús a Jerusalén es inevitable llenarnos de alegría. La escena misma con los gritos de las personas que salieron a recibir a Jesús hace que se nos contagie el júbilo. No podemos negar que es una escena victoriosa: los cánticos y las ramas de olivo que se mencionan nos hacen recordar la entrada a la ciudad de los generales romanos después de ganar alguna batalla. El pueblo de Jerusalén debió reconocer en Jesús a ese salvador que tanto esperaban y salieron a recibirlo. Incluso lo aclamaban con títulos que solo estaban referidos al Mesías: “Hosanna al hijo de David”. Es decir, aparentemente, todo era fe y alegría.

Sin embargo, según el relato de la pasión que también leemos este domingo, el mismo pueblo que lanzaba “vivas” a Jesús, en solo unos días cambió su grito por uno más cruel: “crucifícalo”. Esta es la gran contradicción: el pueblo de Jerusalén fue amable y verdugo a la vez. ¿Qué pasó? ¿Qué cambió en el pueblo? ¿Se desencantaron de Jesús? ¿Se dejaron influenciar por el odio de las autoridades religiosas? Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que hubo un cambio en el pueblo, un cambio de 180 grados, un cambio que nos hace notar que los gritos de júbilo del inicio no tenían nada que ver con la fe y quizá solo eran de emoción o de conveniencia. Lo curioso es que la misma lectura de la pasión nos muestra que el pueblo de Jerusalén no fue el único que se dejó llevar por la emoción o por la conveniencia. Los mismos apóstoles también hicieron gala de su falta de fidelidad. Entre ellos hay que destacar a Pedro o a Judas: emocionados juraron seguir a Jesús hasta la muerte y, a penas las cosas se pusieron duras, no dudaron en negarlo o traicionarlo.

¿Será que los seres humanos somos así de volubles con respecto a nuestra fidelidad a Dios? Si fuera así, deberíamos preocuparnos porque la fe por sí misma implica fidelidad. La falta de perseverancia, la intermitencia o el relajo en la vida cristiana, es síntoma de una fe débil y de falta de confianza en Dios. Quizá indique que hasta el amor a Dios esté fallando. El amor verdadero a Jesús, la convicción de que es el Hijo de Dios y de que sin él no podemos vivir, nos debe llevar a nunca apartarnos de su lado, menos cuando ese seguimiento se vuelve exigente. Más bien, cuando ser cristiano implica exigencia y sacrificio, es cuando más debemos dar muestra de fidelidad, es decir, es momento de manifestar de qué calidad es nuestra fe.

Precisamente, estos días santos que se nos vienen nos darán la oportunidad de poner a prueba nuestra fe y nuestra fidelidad. Vamos a recordar los días más dramáticos de la vida de Jesús, días que nos dieron la salvación, y es momento de estar a su lado, porque amor con amor se paga. La Semana Santa, pues, son días para demostrar el amor, son días para pasarlos con Jesús, para ayudarle a cargar con la cruz porque él ya cargó con las nuestras. Las emociones, el deseo de descanso y de relajo, deben cederle el paso a la decisión de estar con Jesús durante estos días. Quizá muchos cedan y quieran evitar el compromiso, como el pueblo de Jerusalén o como los apóstoles. Que con ustedes no sea así. Les invito a participar de estas celebraciones haciendo gala de una fe fuerte y decidida. Les invito a llenar los templos y las calles con la convicción de que esa cruz que ahora cargamos dará paso a la más grande las alegrías. Les invito, por último, a esperar a la próxima semana para desatar la locura… la locura del verdadero y fiel amor.

Leave Comment