EL ABRAZO NO SOLO DEL PADRE SINO DEL HERMANO

La entrada a la tierra prometida es encabezada por el sucesor de Moisés, cuyo nombre Josué como el de Jesús proceden de la misma raíz el mismo significado “Dios salva”. Josué es considerado por el pueblo judío como un profeta, al estilo de Moisés, y por ello, encontramos pasajes en que se asemeja mucho al gran legislador de Israel. Una vez llegados a la tierra de promisión, se ha culminado el éxodo, ya los signos de la providencia divina – como el maná – pasan ahora a ser la realidad de una tierra pródiga de bienestar. Dios ha cumplido su promesa y los israelitas deben gozar de la prosperidad de la nueva tierra. Pero, ahora la responsabilidad crece para Israel, pues debe mantener viva la memoria del Dios providente cuidándose de que ante el bienestar para una nueva generación termine olvidando su pasado. De allí, la importancia de la celebración de las fiestas judías como la Pascua, memoria festiva de la liberación de Israel.

Para Pablo, la aceptación de Cristo implica un cambio sustancial en la vida del creyente. Esto significa realmente la conversión. Somos creaturas nuevas por la acción misericordiosa de Dios y eso nos lleva al compromiso de ser embajadores de la reconciliación. La humanidad está resquebrajada por odios y resentimientos, aún no se ha dado cuenta del valioso sacrificio de Cristo, y es desde este conocimiento donde podemos comprender que como creyentes deben dar ejemplo de reconciliación, y así ayudar a la gran reconciliación que esperamos llegue al final de los tiempos.

En el evangelio de este domingo, escucharemos una de las narraciones más hermosas expresadas por Jesús y guardada por la tradición apostólica: la parábola del padre y los dos hijos. Solo quiero resaltar dos aspectos para la reflexión de nuestro camino cuaresmal. En primer lugar, el énfasis que pone la historia no solo en la relación filial (Dios nos quiere como hijos, no como siervos) sino en la relación de fraternidad; y en segundo lugar, saber alegrarnos con la vuelta del hermano perdido a la casa paterna. Obviamente, lo segundo dependerá de lo primero, pues sí no veo con mis ojos de hermano al que estaba perdido pues nunca me gozaré de su retorno. Ni el hijo menor ni el hijo mayor se sienten hermanos. Uno prefiere alejarse y el otro prefiere quedarse, pero ambos no se consideran hijos. Perdieron por los recovecos de la vida, esa alegría familiar y por ello tampoco son capaces de mirarse como hermanos. ¡Qué difícil es comprender al hermano! Pero, sería válida la reflexión inversa, ¡qué difícil soy yo como hermano! La parábola tenía destinatarios bien definidos, los fariseos y escribas por un lado, y los publicanos y pecadores por el otro. Ambos no se pasaban, separados por sus concepciones religiosas se menospreciaban, y así es difícil concebirse como hermanos. ¿Puede ser el pecado más fuerte que el amor de Dios? Pues para Jesús no. Por eso, aquel padre intenta derrumbar la muralla que separa a ambos hermanos con su amor caramente manifestado en los gestos descritos para ambos hijos. ¡Es Dios quien nos ayuda a darnos cuenta de que somos sus hijos y, por ende, hermanos! La insistencia final de las parábolas de este capítulo (la oveja perdida, la moneda perdida y la del padre y los dos hijos) es que el hermano se alegre de la vuelta de su hermano perdido. No es un tema personal la reconciliación con Dios, es un asunto comunitario. No se vive el gozo pleno del perdón si el hermano no es capaz de entrar a la fiesta y gozarse con el retorno del hermano extraviado. ¿Eres parte del gozo del perdón de Dios para con tu prójimo que es tu hermano? Ya tenemos un buen punto de reflexión. La estabilidad de nuestra vida en bienestar nos puede llevar a la autosuficiencia y eso nos puede conducir a olvidar a Dios. El mundo necesita ser reconciliado pero si nos resistimos a la misericordia de Dios ¿cómo podremos entender que nuestra misión es ser ministros de la reconciliación? Pues empecemos por algo concreto: alégrate con la vuelta de tu hermano a los brazos del Padre. Dios es nuestro Padre y quiere que nos acerquemos a Él como sus hijos. ¡Ánimo!, reflexiona, cambia de actitud, pero no decidas volver para ser un jornalero o siervo, ¡eres hijo!, y allí también no solo te esperará el Padre para abrazarte sino también tu hermano.

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