CUIDANDO NUESTRAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS DE CIERTOS ABUSOS:
EL PELIGRO DEL CLERICALISMO EN LA LITURGIA
P. Mario Yépez, CM
Hay una palabra que se está usando mucho en los ámbitos eclesiales y que se considera viene haciendo un gran daño al interior de la Iglesia, esta es el clericalismo. Se le ha señalado como causa de los diversos males que aquejan a la jerarquía de la Iglesia, los cuales se han mantenido escondidos por mucho tiempo y que hoy están saliendo a la luz. Esto obviamente ha desprestigiado mucho a la Iglesia como institución lo que ha obligado a tomar la decisión desde el Papa Francisco a atacar de lleno esta cuestión por las terribles consecuencias que se han dado y que se vienen dando en muchos círculos eclesiales. Este no es un afán de criticar a la Iglesia destacando solo lo negativo que hay en ella, sino más bien, es un compromiso de hacer más creíble nuestra fe para el mundo y propiciar el testimonio vivo de nuestra misión justamente como seguidores de Jesús en medio de este mundo que necesita de la luz del evangelio.
Por un tema de practicidad, recurro a una página de internet siempre acudida por la gente como wikipedia, para ver cómo define el clericalismo: “una doctrina que instrumenta una religión parar obtener un fin político; defiende que el clero, que representa dicha religión debe inmiscuirse en los asuntos públicos y profanos como un poder que los oriente, supervise y corrija conforme a sus dictados” (https://es.m.wikipedia.org).
Aunque esta definición se entienda más desde una visión intervencionista de la Iglesia en el campo político y social, la insistencia de atender a esta lamentable actitud, es que algunos clérigos aprovechan su condición para enseñorearse sobre los laicos y hacen lo posible para que estos lo noten utilizando, incluso hábilmente, los propios medios eclesiales para justificar su ostentación de poder. Lo más lamentable, es que algunos laicos buscan, emparentándose con este tipo de clérigos, clericalizar su vida laical ocasionando conductas reprensibles contra sus pares laicos y defendiendo a ultranza la condición clerical de los ministros ordenados, con tal de cumplir los mismos propósitos antes dichos.
Visto desde este punto de vista, es preciso unirnos como Iglesia para luchar contra esta mala manera de entender al clérigo y su ministerio, y, a su vez, a valorar con mayor ahínco la dimensión laical de nuestra iglesia. Uno de estos medios del cual se cogen muchos de estos clericalistas (si vale el término) es la liturgia y ya que en un anterior artículo he propuesto una reflexión sobre este tema, deseo continuar hablando del mismo, pero en clave de advertencia acerca de los peligros del clericalismo que se percibe en este plano litúrgico que es necesario atender.
El Papa Francisco ha ido dándonos muchas pistas al respecto. En su último viaje a Chile dijo lo siguiente: “los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados…el clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el pueblo de Dios (LG 9-14) y no sólo a unos pocos elegidos e iluminados”. Muchas veces se ha entendido que los ministerios laicales están en orden a solamente ayudar al sacerdote y creo que esto no es la razón de la existencia de estos ministerios, sino hacer justamente más participativa la celebración litúrgica como asamblea santa que somos, a partir de los dones recibidos por el Señor puestos al servicio de la misma comunidad (Sacrosanctum Concilium, 14). En definitiva, son ministerios al servicio de la liturgia ofrendada a Dios donde Cristo y su Iglesia celebran (Lumen Gentium, 11).
Por eso, es inconcebible que el sacerdote asuma posturas de poder autoritario sobre los laicos, como perder la paciencia y llegar a desesperarse increpándoles cuando por circunstancias ajenas suceda algún error en el servicio litúrgico prestado. Este tipo de conductas déspotas de maltrato a los acólitos, a los lectores, a los cantores, e incluso al pueblo de Dios, porque hicieron o no hicieron tal cosa en la celebración, resulta inaudito. Obviamente, surgen las voces discordantes de quienes adormilados por un esquema puritano advierten que ante estas afirmaciones se corre el riesgo de perder la sacralidad del ordenado y puede tender a un laicismo peligroso o profanarse con el mundo. De esta forma, se escucha la justificación de que “se sirve al mismo Cristo en la persona del sacerdote y por eso debemos obedecer todo lo que nos diga”. Sin duda, esta justificación resulta inaceptable. Creemos que el sacerdote actúa in persona Christi, no representando a alguien ausente, sino a alguien siempre presente en la vida de la Iglesia, Cristo resucitado (Audiencia general del Papa Benedicto XVI, 14 de abril de 2010), quien hace presente su propia acción en la persona que, en virtud de la ordenación recibida, se pone al servicio de sus hermanos como “Cabeza de su cuerpo, pastor de su rebaño, Sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1548). Pero no es una cuestión de identidad absoluta, como si la ordenación sacerdotal subsumiera de tal modo la persona misma del sacerdote, de tal forma que estuviera exenta de debilidades y pecados. También el sacerdote se puede equivocar y fallar (Catecismo, 1550). Obviamente, que esto se entiende también en la dimensión pastoral, pero quedémonos solo en el planteamiento de este artículo.
En otro momento, el Papa Francisco dice: “Velen contra la tentación del clericalismo, especialmente en los seminarios y en todo el proceso formativo” para que “sean capaces de servir al santo pueblo fiel de Dios, reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de cualquier forma de clericalismo”.
Esto se constata lamentablemente en algunas casas de formación, pues se va configurando en la conciencia de los seminaristas que han sido separados como para formar una casta especial, obviamente no con estas mismas palabras, pero sí con la diversidad de medios que se tiene para que lo sientan y lo hagan parte de su vida. Así, la atención en los signos distintivos es mayor, convirtiéndose en una preocupación exagerada: el cómo vestirse no objetando el costo de prendas clericales cual competencia por quién se ve mejor clericalmente cuando no lo son aún; la ostentación exagerada de ornamentos sagrados cada vez más rimbombantes y coloridos; la exageración en posturas y manías disfrazadas en una preocupación por el rubricismo litúrgico; el trato déspota a la gente imponiendo cierta distancia y no ejerciendo tareas comunes y triviales por no ser de su condición; un esquema de oración puramente individualista y llevados por el deseo de una perfección espiritual que no pueden alcanzar los demás por estar inmersos en el “mundo”, etc. El problema se hace más grave cuando terminan por justificarlo.
Un nuevo pensamiento del Papa Francisco nos confronta: “La falta de conciencia de pertenecer al pueblo de Dios como servidores, y no como dueños, nos puede llevar a una de las tentaciones que más daño hacen al dinamismo misionero que estamos llamados a impulsar: el clericalismo, que resulta una caricatura de la vocación recibida”.
Sin duda, es un eco de la parábola de los viñadores asesinos (Mc 12,1-12). Los defensores de este clericalismo no hablan de la Iglesia como comunidad sino de “mi iglesia a la cual tengo que cuidar y proteger”. ¿Quién cuida a quién? ¿Somos nosotros los que cuidamos a Cristo o Cristo es quien cuida a la Iglesia? Las exageraciones en este aspecto son impresionantes, y digo exageraciones, por lo cual pido que las entiendan con ese término. No está en discusión el que tengamos el decoro y la preparación de nuestras celebraciones, pero caer en afectaciones promoviendo una especie de halo sagrado en todo sí creo que rompe la particularidad original de la comensalidad y la familiaridad que debería caracterizar nuestras celebraciones litúrgicas. En definitiva, este clericalismo resulta ser una caricatura, tal cual lo dice el Papa Francisco, pues se crea una identidad falsa, risible en muchos casos y se expresa en actitudes que sorprenden a propios y extraños. Hasta aquí fíjense en la atención que se pone en el ámbito clerical a estas cosas dejándose de lado otras que deben acompañar la vida del consagrado como la atención pastoral, la caridad, la atención a los enfermos, etc.
Se discute mucho en algunos ámbitos el ornato de nuestras celebraciones, pero siempre puede ser bien entendido cuando se proveen los medios para dar a conocer el significado de los mismos, más no es dable dar muestras de ostentación puesto que así lo exige la misma liturgia (Gaudete et exsultate, 57). El caso de las vestimentas llamadas “sagradas” resultan ser un punto en conflicto. No es cuestión de rechazarlas sino, más bien, debe procurarse no dar con ellas muestras de ostentación y boato (Ordenamiento General del Misal romano, 344).
Otra cuestión que llama la atención y que se suscita en el plano pastoral, es el celo infundado por no favorecer el apoyo de los ministros extraordinarios de la comunión. Por un lado, parece que ningún laico es digno de llevar la comunión y, por tanto, se decide no tenerlos. Es un ministerio extraordinario, esto está muy claro, pero es un ministerio, y ante la grave necesidad de que nuestros hermanos ancianos y enfermos estén bien atendidos, ¿por qué pensar en la mal entendida indignidad de los laicos? Por otro lado, los criterios para elegir a estos ministros muchas veces se mueven solo desde el ámbito del “amigo del cura”, es decir, aquel que lo ensalza tanto que “no hay mejor laico que éste”. Somos los mismos curas los que ayudamos a esta clericalización de los laicos, la estimulamos con estas actitudes. Después, la gente, nuestro pueblo se sorprende y lo manifiestan: “cómo el padre ha elegido a esta persona tan déspota, ya ni saluda, ya no acepta correcciones, etc”. Hacer tomar conciencia de que es un ministerio (servicio), que es temporal y que no es una especie de premio son elementos a tomar en cuenta para elegir a laicos para esta misión. Claro que debe reunir ciertas condiciones como todo ministerio, pero no estimulemos justamente el clericalismo en esto. Los enfermos y ancianos necesitan de nuestra atención pastoral, y quienes estamos llamados en primer lugar a atenderlos, los sacerdotes, no dejemos de hacerlo, y si para un mejor servicio podemos contar con la ayuda de ministros extraordinarios de la comunión, procuremos favorecerlo, instruyéndoles convenientemente en el cuidado de este servicio (en clave de los abusos litúrgicos se puede tener en cuenta la Redemptionis sacramentum, 154-160).
Otra particularidad de este clericalismo son nuestras actitudes soberbias como presidentes de la celebración que desacreditan las celebraciones litúrgicas. Lo propongo desde esta premisa: el día de nuestra ordenación sacerdotal, nos preocupamos de que todo salga bien (sino perfecto), ensayamos, analizamos los detalles, escogemos las canciones, etc. Todo es sonrisas y alegría y se respira una gran familiaridad. ¿Por qué no le hacemos sentir a los laicos lo mismo? Se comenta de bautismos celebrados en cinco minutos, obviando todo el ritual y avocándose solo a lo válido; se habla de la molestia del sacerdote por el llanto de un niño o sus correrías por el templo gritándole como si él tuviera la culpa; se es testigo del enfado del presbítero por la tardanza de las familias de los niños por bautizar o la pareja de novios que se van a casar y se lo hacen notar toda la santa misa (incluso hablando de eso en la homilía); se cuenta del modo en que el sacerdote, al hacer las celebraciones rituales, lo realizara como una especie de funcionario olvidando que es una celebración de fe al que se debe atender fijamente y así lo haga sentir a los fieles. Lo mismo ha pasado y pasa con el sacramento de la reconciliación, donde se ha llegado a tratar tan mal a los penitentes dejando del lado el abrazo misericordioso de Dios y nos hemos puesto en la actitud del juez implacable que, en definitiva, somos nosotros proyectados en los “hombres perfectos” que hemos sido llamados. Cuántas veces la gente nos pide una bendición y nosotros la rechazamos, pero cuando nos quieren besar la mano la ponemos inmediatamente; cuántas veces la gente quiere acercarse para preguntarnos, para advertirnos, y nosotros nos sentimos intocables, hacemos mantener una “distancia” y contestamos de mala forma, le hacemos sentir que tenemos títulos y años de formación, como si eso determinara nuestra condición.
Quizá exista todavía otros elementos que en la liturgia se den y demuestren estos rasgos de clericalismos, pero es nuestra tarea como Iglesia detectarlos y extirparlos por el bien de nuestra comunidad. Ojalá podamos combatir estas cosas puesto que han propiciado un clericalismo que hizo y sigue haciendo daño a la Iglesia. Es preciso despertar y ya no seguir engañándonos con esta falsa concepción del sacerdocio en la Iglesia y conviene repasar y entender que tanto el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial participan del único sacerdocio de Cristo (Catecismo, 1547).