Con la celebración del Bautismo del Señor culmina el tiempo de reflexión en torno al nacimiento del Hijo de Dios. Aquel Niño que se encarnó en María por obra del Espíritu Santo; que vivió durante años en la escuela oculta de sacrificio, abnegación, oración y trabajo en Nazaret y que se manifestó a los hombres como Dios universal, ya en la edad adulta, en los momentos previos a su misión, se decide a recibir el bautismo de agua y espíritu para cumplir la voluntad de Dios y dedicarse a la instauración del Reino de Dios.
Jesús es presentado como Mesías y a partir de este momento Dios hablará por medio de Él. El bautismo de Jesús es la prueba que asume para amar a la humanidad sin límites y el compromiso de dar la vida para la salvación de todos. En realidad el bautismo del Señor es un acto de fe y de compromiso. Vivirá en estado permanente de encuentro con Dios y ya su voluntad no será la suya sino la del quien le ha enviado (Jn. 4,34). Jesús recibe un bautismo de agua por inmersión pero será el Espíritu de Dios quien verdaderamente le impulsa y lo dinamiza para realizar la misión de anunciar la Buena Nueva a todos los hombres. La Trinidad se hace presente en este momento esencial en la vida del Señor: el Padre presentando al Hijo, “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto” (Mc. 1,11); el Hijo, protagonista de la acción, viviendo con intensidad ese momento de exigencia que supone la aceptación de ser el Mesías y el Espíritu el que lo unge para enviarlo al mundo y así anunciar el evangelio de la liberación del pecado. El compromiso del Señor durará hasta la muerte. Un ejemplo de fidelidad y de perseverancia
¿Qué nos aporta a nosotros el bautismo del Señor?. En primer lugar comprender que también nosotros hemos recibido este primer sacramento de la iniciación cristiana y, aunque recibido normalmente a una edad muy temprana, crecemos sellados por la marca del Espíritu. Bueno es renovar con nuestra vida la fidelidad y la entrega a la causa del Evangelio. Entender que, a partir de este sacramento, no somos solamente receptores de una fe heredada sino agentes activos de vivencia continua de la luz del Espíritu en nuestra experiencia de fe para que, impulsados por el crecimiento interior, el afán de perfección y aspiración a la santidad, seamos agentes de evangelización en el mundo en que vivimos. La renovación permanente de las promesas bautismales nos impulsa a vencer nuestra fe marcada por la rutina, la costumbre, la comodidad y trasformar esas actitudes en creatividad, fidelidad y compromiso con nuestro sentido de seguimiento a Cristo y de pertenencia a La Iglesia.