El evangelio de San Marcos del día de hoy nos presenta la conocida curación que el Señor realiza a un leproso. Tal como lo atestigua la primera lectura, en la tradición del pueblo judío, la lepra era una enfermedad maldita que excluía a las personas de la sociedad. Esta mentalidad se mantenía en tiempos de Jesucristo y los leprosos estaban condenados a vivir fuera de las ciudades sin poder alcanzar la más mínima dignidad como personas. De esta breve introducción, conocida por todos por otra parte, se desprende que cuando el Señor cura al enfermo no lo hace solamente de su enfermedad sino de toda su situación marginal que lo envuelve.
Tres rasgos característicos de la actuación de Jesús en la instauración del Reino podemos deducir a partir de la curación: la acogida, la compasión y la misericordia. Ante un enfermo de lepra el Señor, en primer lugar, se acerca a él. Dados los condicionamientos sociológicos y los miedos por contagio, no le pudo resultar fácil y, sin embargo, si analizamos el hecho desde la óptica del amor y la tolerancia y, hoy podríamos llamar con matices, “la inclusión social integral”, el Señor le tiende la mano y lo integra en la sociedad. La compasión-misericordia en Jesús no es un sentimiento de pena al ver sufrir a un hombre sino un compromiso personal que lo envuelve y que, al ver al rostro de Dios en esa debilidad humana, se siente obligado a actuar para que su situación cambie radicalmente. El mismo ejemplo nos dará repetidas veces San Vicente de Paúl en su propia experiencia personal y en sus exhortaciones.
Es importante también analizar el proceder del leproso. En un primer momento adopta una actitud de humildad al reconocer su enfermedad, de optimismo anímico para superarla, se supone que no sería fácil en esas circunstancias sociológicas, y lejos de resignarse a su propia desgracia, confía en la bondad y poder de Jesús para superar sufrimiento. Después de la curación agradece a Dios los bienes recibidos y “propaga la noticia con gran entusiasmo” (Mc. 1, 45).
La aplicación de la enseñanza a nuestra propia realidad resulta bastante obvia. Todavía existe bastante insensibilidad social y evangélica en el ámbito de la acogida y promoción hacia los marginados de cualquier tipo. Los “rostros de la pobreza” no dejan de ser un clamor que exigen respuestas audaces y rápidas, en disponibilidad, compromiso y acogida, y solamente encajaremos en la dimensión del evangelio en la medida en que abramos los ojos y el corazón al marginando y sufriente.