Nuestra vida no termina aquí
Ya había trabajado mucho por los enfermos, su profesión era médico. No había noches en que escuchaba el timbre de la puerta de su casa de algún pobre muy enfermo, que salía a su encuentro: “Doctor Javicho, ayúdeme por favor que me estoy muriendo, sé que usted me puede salvar”. A lo que el médico contestaba: “Mamita, sólo Dios es el que salva, pero no se preocupe, veremos qué podemos hacer”. También trabajaba en un hospital de la ciudad, y ahí, como en su barrio le conocían como el “MÉDICO DE LOS POBRES”. Una de esas noches, como tantas otras, un pobre toco su puerta, y salió su esposa y con lágrimas en los ojos le dijo: “Ahora nos toca hacer algo por él, se nos va y queremos rogarle que nos ayude a rezar a papá Dios para que le ayude a bien morir”. No pasó muchas horas de aquella última visita y esa casa fue rodeada por todos los pobres de ese lugar, que con velitas en la mano y de rodillas oraban a Dios, unos en español, otros en quechua. Vino de pronto un sacerdote para confesarle, darle los santos óleos y la Sagrada Comunión. Al entrar a esa casa, el Dr. Javicho dijo: “Esto es lo que estaba esperando, a mi buen amigo Jesús”. A los pocos minutos de esa visita, el Dr. Javicho murió.
¿Cuántos de nosotros nos preocupamos de “asegurar nuestra vida”? ¿Cuánta gente busca “seguridades” donde no las hay? Somos también testigos de que muchos quieren opacar la esperanza de los pobres, de los que no pueden hablar, de los demás, hay gente incluso que se atreve a querer “silenciar la voz de Dios” pero no puede. El Rey Antíoco quiso hacer eso con 7 hermanos, pero no pudo (2Mac.6,1; 7,1-2.9-14). ¿Cuál era el motivo? “envió a un consejero ateniense para que obligara a los judíos a abandonar las costumbres de sus padres y a no vivir conforme a las leyes de Dios”. Podrán querer hasta matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma, no pueden matar la esperanza, no pueden matar la fe, no pueden matar el amor, ya que TODO ESO VIENE DE DIOS MISMO.
A pesar de que haya gente que quiera matar la vida, pero no el alma, ¿tu fe está siempre firme? Y si llegáramos a morir algún día, porque esa es una realidad que no podemos evitar, ¿estaremos preparados para cuando llegue ese momento? Hay muchos que pueden contestar que “no”, pero ¿cuándo vamos a estarlo?
Duele, es cierto, de que haya gente que parta de este mundo. Seguro que tú, como yo y como todos hemos perdido a uno o a muchos seres queridos, y cómo desearíamos que estén a nuestro lado, ¿verdad? Es cierto. Pero comprobamos una vez más que la vida es corta temporalmente hablando, que en algún momento nos vamos a tener que ir de este mundo. Pero nuestra vida recibe el consuelo de Jesús: “Que Jesucristo los consuele internamente y les dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas” (2Tes.2,16-3,5). Cuando partamos de este mundo, a la tumba no nos llevaremos las cosas materiales, aunque hayan sido buenas para nosotros en esta vida. Nos llevaremos la convicción de haber amado como Dios nos ha pedido que lo hiciéramos. La vida le pertenece a Dios. Recuerda que de Dios venimos y a Dios volvemos.
Los saduceos no entienden de resurrección de los muertos, no, no entienden. Pero Jesús les da una lección de esperanza, y confirma que realmente hay vida plena más allá de aquí. Y por eso responde a la interrogante de cómo son las personas que parten de este mundo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de los muertos no se casarán” (Lc.20,27-38). Seremos, por tanto, “como ángeles de Dios”.
El catecismo nos hace recordar o saber que: “El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús, ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna” (Nvo.Cat.1020).
Don Javicho, el médico de los pobres de la historia, nos enseña cuán importante es poner nuestra vida en manos de Dios; como también cuán importante es hacer, en este mundo, lo que a Dios le agrada. Es cierto que podemos buscar cosas que nos gusten, que nos hagan sentir bien, como lo necesario para poder vivir y vivir bien. Eso no es malo, si lo ganamos con el sudor de nuestra frente, con el esfuerzo de nuestro trabajo. Las cosas materiales no deben desviarme de la centralidad de la salvación que es Dios mismo (cf.Jn.15,5; Filp.1,21; Rom.8,35-37).
Mi fe debe hacerme confesar a los cuatro vientos como Job: “Creo que mi Redentor vive” (Job 19,25). Nos espera un cielo prometido, esa es nuestra meta final.
Nuestra vida no termina aquí. Dios me espera con los brazos abiertos en el cielo. Hacia allá queremos ir todos.
Con mi bendición.