¿Cómo hay que orar ante Dios? La respuesta la tenemos en esta parábola que no es una comparación sino un ejemplo doble que debemos imitar o evitar.
Dos hombres suben a rezar al templo. Uno, fariseo, lleva una vida exteriormente intachable. Practica los rituales y cumple escrupulosamente con lo mandado. Pero se siente seguro de sí mismo, es autosuficiente, soberbio, se tiene por justo, vive de fachada externa, desprecia a los demás y en su interioridad sólo hay sombras y ceguera.
El publicano, en cambio, se siente perdido, se reconoce pecador, necesita la bondad, la ternura, el perdón y la misericordia de Dios y lo suplica con humildad.
Los dos necesitan el perdón pero Jesús declara que el pobre publicano vuelve justificado porque la acogida y el perdón es un don de Dios y solamente reconociéndonos pecadores podemos conseguirlo.
Si analizamos nuestra vida a la luz de la parábola nos daremos cuenta que, con cierta frecuencia, podemos actuar como los fariseos en nuestra actitud de oración, de encuentro personal y vivencial con Él. Nos preocupa la apariencia y la imagen que no suele sintonizar con la vida interior. Nos consideramos autosuficientes y juzgamos fácilmente a los demás. Es necesario empezar un proceso de conversión, de renovación y perfección que nos lleve a reconocer, desde la sencillez, como transparencia y sinceridad de vida y humildad, como dependencia de Dios, que existe el pecado de omisión y de autocomplacencia en nuestra vida y luego pedir humildemente a Dios que nos libre de él con su infinita generosidad y capacidad de perdonar.
No se trata de desconocer lo bueno que hay en nosotros mismos y caer en un estado pesimista donde todo consideremos pecado. El Señor también valora nuestra autoestima y las múltiples actividades positivas que realizamos, pero debemos comprender que, en nuestro seguimiento al Señor y en nuestra vivencia del Evangelio y compromiso con la Iglesia, junto a logros positivos, existen también infidelidades, pereza, egoísmos y necesitamos, por tanto, abrirnos con confianza filial al perdón de Dios, a su misericordia, a su amor.
En este esfuerzo permanente de purificación interior, si bien la voluntad personal tiene su valor e importancia, sin embargo, es, prioritariamente, la bondad de Dios y su misericordia, quien nos concede el perdón y la paz que deseamos y así nos ponemos en la presencia del Señor en actitud de humildad y agradecimiento.