XII
MI PRIMERA MISA SOLEMNE EN MI PARROQUIA
SAN ANTONIO ABAD
“Cantaré a mi Dios un cántico nuevo
Señor, tú eres grande y glorioso,
Admirable en tu fuerza, invencible”, (Jdt. 16)
Nuestra Isla de Gran Canaria ha sido testigo, en dos ocasiones, de hazañas protagonizadas por los españoles, con resonancia mundial e histórica: La de Colón, al frente de sus tres carabelas, Santa María, la Pinta y la Niña, camino del continente desconocido, y la del Plus Ultra, 27 de enero del año 26. Cuatro valerosos aviadores en una débil nave, un hidroavión, unieron los puertos de Palos y la Plata. En siete etapas recorrieron, con los escasos medios de comunicación de aquella época, 10,120 kilómetros. Una proeza superior a la de los americanos en su primer viaje a la luna.
Fue una novedad en Las Palmas, se corrió la voz por la ciudad y fueron muchos los que se acercaron a ver aquel avioncito, que había acuatizado en el Puerto de la Luz. El comandante Ramón Franco, el piloto Ruiz de Alda y sus valerosos compañeros Duran y Rada, fueron los héroes de aquella “audaz empresa”. Sin temor a equivocarme, estoy seguro de que, alguna de sus amistades, invitó a Frasquita, para ir a ver el primer avión de su vida, que por primera vez iba a cruzar el Atlántico hacia a América: ¡no…!, no quiero novelerías, respondió. Estoy preocupada, ya se mueve en mis entrañas un nuevo chiquillo, tiene tres meses de vida y no quiero que se me escape, como su hermanito, que ocupaba el mismo lugar el año anterior y se fue con los ángeles del cielo.
Presiento que es varón y que está llamado por Dios, para cruzar también el Atlántico en avión, en una misión más noble que la de esos valerosos aviadores, que van a llevar “el alma y el saludo de España a los americanos”. ¡Líbreme Dios, oponerme a sus amorosos designios! La profecía de mí madre se cumplió 27 años después, cuando Manolo, como otros muchos heraldos del evangelio, se disponía a surcar los aires, para llevar el mensaje de Cristo a los americanos. Es verdad que la aviación había dado un paso gigante, pero si lo comparamos con los adelantos modernos, estaba todavía en pañales. De Madrid a Lima, con escala en Gran Canaria, Isla de la Sal, Puerto Rico y Venezuela, en más de veintiocho horas de vuelo, superó los 10,120 kilómetros del puerto de Palos a La Plata de los héroes del Plus Ultra.
Iberia se quedó en Maiquetía y le encomendó su ilustre pasajero a Aeropostal Venezolana, la cual puso a su disposición el avión más moderno de la época: un Súper – Constellation, recién salido de la fábrica, que se disponía a realizar su primer vuelo de Caracas a Lima. Por eso hubo fiesta grande a bordo. Iberia tendría que esperar todavía tres años, para que le entregaran sus tres Carabelas, que hicieron historia, hasta morir la última, la Santa María, en el aeropuerto de La Laguna. Los trescientos kilómetros por hora del DC 3 de Iberia, se convertía ahora en 500, volando a mayor altura y en vuelo directo a Lima. Manolo, mientras cruzaba el continente sudamericano, no quitó su vista de la tupida y sorprendente vegetación de la selva, cruzada por sus serpenteantes y caudalosos ríos. ¡Cinco horas de vuelo, de maravilla! Así fue su llegada triunfal al Perú, que desde entonces sería su segunda patria, por Cristo y su Evangelio.
Desde aquella inesperada carta de Manolo llegada de Madrid, cuando lo creían todavía en Londres, habían pasado tres semanas. Por fin llegó la segunda: saldré el día 15 (octubre) a las once de la mañana y llegaré al anochecer a Las Palmas. ¡Me parece que estoy soñando! ¡Los quiero ver a todos en el aeropuerto! Realmente a Manolo le parecía todo aquello un sueño. Pero no, ¡Dios mío! Gracias, porque estoy despierto y voy a ver a mis seres queridos después de casi once años…
Manolo viajó tranquilo y feliz, a pesar de que el avión se zarandeó como una cáscara de nuez, las seis horas y media de Madrid a Gran Canaria. Doce monjitas que iban a Venezuela se morían de miedo. Antes de despedirme de ellas traté de animarlas, y eso motivó que fuera yo el último en bajar del avión, con gran nerviosidad de Julia y de todos. Pero allí está la sotana negra del misionero, con la teja (así se llamaba el sombrero sacerdotal de la época) en alto, saludando…, aplausos, sollozos, lágrimas…
Dos hombres con cara de niños corrieron hasta el mismo avión, se colgaron de mi cuello y me comieron a besos. ¿Y ustedes quiénes son? — Somos tus hermanos Juan y Paco. ¡Dios mío! No los conocía, en mi mente estaban todavía aquellos dos chiquillos de once y trece años, que había dejado tantos años atrás. Luego a correr para abrazar a padre y madre, a mi abuelo con sus 97 años, hermanos, familiares y algunos amigos, Allí estaba también sonriendo mi amigo y hermano Fermín, con un grupo de sacerdotes jóvenes. Fermín y Manolo, siempre separados y siempre unidos.
Al día siguiente, en las primeras horas de la tarde, recibía la primera y la más grata de las visitas. ¿Saben ustedes quién entraba, acompañado de su madre, por las puertas de nuestra casa de Las Perreras? Nuestro ilustre y recordado Don Juan Alonso, gloria de la Iglesia y de nuestra querida diócesis de Canarias; el mismo que, por orden del Espíritu Santo, mandó a Manolo a los Padres Paúles; el héroe de mil batallas en los ejercicios al clero en la Granja (Segovia) y en Roma, y recorriendo durante más de veinte años, el África y América, enfervorizando al clero, con sus encendidas charlas “Por un mundo mejor”.
Don Juan me prometió visitarme pronto en Lima, pero no pudo cumplir su promesa hasta la década de los sesenta, en la que nos visitó en dos ocasiones. Le acompañé y no me perdí ninguna de sus charlas. Siempre tuvo un auditorio de más de cien sacerdotes. La última vez que le visité en Las Palmas fue el año 79, me acompañó Jesús y nos recibió amablemente en su biblioteca. Recordó con mi hermano sus años juveniles, cuando iban juntos desde Las Perreras a la escuela de los Padres Paúles del Lomo Apolinario. Nacido en Juncaliyo vivió de pequeño con sus tíos en Las Perreras.
Al caer de la tarde de aquel mismo día, recibimos otra grata visita, la de nuestro párroco, Don Pedro Castellano. Me traía de regalo dos revistas de misiones. “Mi joven misionero, me dijo, el próximo domingo, día de su solemne primera Misa en nuestra parroquia, estaremos celebrando el Domingo Mundial de las Misiones. Habrá un triduo misional de preparación: jueves, viernes y sábado. La iglesia se va a llenar, porque hemos anunciado que va a predicar el P. Socorro, misionero Paúl e hijo de nuestra parroquia”.
¿Pero cómo, si yo traigo solamente un sermoncito para mi Misa? Pues se lo va a tener que merendar, porque Don Fermín, su ilustre compañero de la infancia, se ha ofrecido para predicarle. Pero, Don Pedro, ¿si yo acabo de terminar la Teología y no sé predicar todavía? “Mi joven misionero, prosiguió nuestro amable párroco, “si quieres aprender a nadar échate a la mar”. Prepare tres charlas de diez a quince minutos, hable de las misiones de los paúles, y si quiere, hable del mayor de los misioneros de la Iglesia, de S. Pablo. En las revistas que le traje tiene la relación de sus viajes apostólicos. Mi padre añadió: ¡anímate, Manolo, queremos oírte! Y Manolo se animó. ¡Qué remedio le quedaba!
Y Manolo se echó a la mar, tembloroso pero decidido. Los dos primeros días habló de las misiones vicentinas en el mundo y también acompañó al apóstol en sus viajes apostólicos. La tercera charla fue la más sencilla: medios para ayudar a las misiones y convertirnos todos en misioneros, la oración, la mortificación y nuestras pesetas, contantes y sonantes. Cuando llegó a la mortificación, saltó la liebre. Manolo tenía que dejar la marca de su especialidad, les pondré un sencillo ejemplo para que me comprendan mejor: el que tiene costumbre de tomarse una copa cada día, que se tome dos, para ofrecer una por las misiones. ¡Mi madre! ¡qué curita más chistosooo…! Hubo risas en todo el templo y si no hubo aplausos fue porque no se estilaba en aquellos tiempos. Nada de chistes, en la cabecita del misionero estaba grabado: el que se toma dos copas, que se tome una…..Los labios pronunciaron lo contrario, ¿cuándo no? Mis hermanos Jesús y Santiago hicieron fiesta varios días.
Y llegó el domingo, ¡qué pequeña se quedó la iglesia!, las familias y los amigos de Las Perreras eran suficiente para colmarla y medio Tamaraceite allí estaba. Fermín preparó y se echó un precioso fervorín, parecía un profesional consumado. ¡Gracias, Fermín, tú siempre oportunísimo! Entre mis acólitos estaba un jovencito de unos doce a trece años, nadie se fijaba en él, ya saben el nombre: Jesús Pérez, el hermano de Fermín. Pasaron los años y sería el gran misionero de Bolivia y en la actualidad Arzobispo de Sucre. “Qué admirables son tus caminos, Señor, qué incomprensibles tus designios amorosos”. El besa-manos ya se lo imaginan. Mi madre siempre junto a su curita, llena de santo orgullo. Mi Padre me seguía también muy de cerca. A la salida la gente se apretujaba, sonó una voz: ¡qué hijo más guapo, Dña. Francisca! Lo mejor es para Dios, mi hija – respondió mi madre – Una abuelita temblorosa se abre paso y me besa mis manos: ¡mi hijo!, yo te até el ombligo. Sí Manolo, estuvo presente en tu nacimiento. Y prosiguió, siempre atenta mi madre, “tus manos, Margarita, fueron unas manos benditas”.
Cinco semanas duraron mis gozosas vacaciones en Canarias. Mis padrinos de mi primera misa, los primos Juan Medina y Nievitas, pusieron a mi disposición su coche, el chofer era mi hermano Juan. Madre, como si hubiera estudiado relaciones públicas, no dejó ninguna amistad o personaje importante conocido de la familia, sin que fuera con su misionero a visitarlos. Hasta tuvo el coraje de subir al avión para ir unos días a Tenerife con su hijo. Había que visitar a Sor Antonia y otras amistades.
En las visitas algunas veces nos acompañaba padre, como aquel día que fuimos a saludar a Don Francisco, mi profesor en el colegio Sarmiento. Ya estaba avisado de nuestra visita y los alumnos nos recibieron con aplausos. Intercambiaron unas palabras profesor y alumno, expresándose mutuamente la alegría de aquel momento. Manolo, después de decirles a los niños que les esperaba en el Perú, les impartió su bendición. Y después de la visita a nuestro antiguo maestro, en la plaza San Martín, nos sacamos la preciosa foto que encabeza nuestro libro.
¡Gloria a Dios, Aleluya, Aleluya!
Dejo mi querida Gran Canaria y me embarco para el Perú.
Sábado 26 de noviembre, víspera de la fiesta de la Milagrosa, al anochecer fue mi partida, la Virgen me acompañaba. Madre los últimos días no veía la hora de verme subir al avión, ¡qué raro! Sentía mi partida pero estaba deseosa de saber cómo le iba a su hija Paca, que en el mes de mayo había emigrado con su esposo a Venezuela.
¿Quién me dio una pastilla para dormir tantas horas seguidas en el avión, fue madre, fue la azafata? Nunca lo sabré. Dormí profundamente las cuatro horas que duró el vuelo a la isla de la Sal. Tuvieron que zarandearme fuerte, para llevarme a un hotel donde nos sirvieron una cena espléndida. Al subir de nuevo a la nave caí dormido en mi asiento y no desperté, hasta que noté que tenía mi cara quemada por los rayos del sol, que entraban a raudales por mi ventanilla. En aquel momento habló el comandante: señores pasajeros, llevamos ocho horas de vuelo y nos faltan seis para llegar a San Juan, todo va bien a bordo. ¡Gracias!
En Venezuela no tuve problemas para conocer a mi hermana Paca. Fue la primera en colgarse de mi cuello para comerme a besos. Estaban presentes también Tana, con sus padres Margarita y Nicolás, con su tío Luis y sus hermanas. Todos fueron muy amables y cariñosos con el curita canario, y Paca, naturalmente, radiante de alegría, contemplando después de tantos años a su hermano, que le llevaba apenas dieciséis meses y se criaron y crecieron juntos.
Tres días estuve con Paca y Andrés su esposo, ella misma me llevó a Caracas, a la casa central de los Padres Paúles. Los compañeros fueron muy amables, me enseñaron todo Caracas y me llevaron a la ciudad de Valencia, para saludar a los compañeros de las dos residencias de los Padres, hasta me tentaron para quedarme en Venezuela ¡No Manolo!, me sopló al oído mi ángel de la Guarda, no hagas tonterías, solamente en el Perú te sentirás plenamente realizado y feliz toda la vida.
Ocho días después mis compañeros me llevaron a Maiquetía, inaugurando la autopista, que aquel mismo día por la mañana se abrió al público. La subida a Caracas me llevó casi hora y media con Paca, por una carretera tortuosa y con mil vueltas. Ahora lo hicimos en veinte minutos. La autopista Caracas – Maiquetía fue la obra más atrevida en aquella época en todo Sudamérica.
Una semana más pasé con Paca y Andrés. Pepito, el chiquillo de la joven pareja ya empezó a acostumbrarse a aquella cosa rara de la sotana del tío. Cuando los tres hombres llegaban del trabajo, Nicolás, Luis y Andrés, se les unía el cura y lo pasamos en grande jugando al dominó. Margarita nos servía a cada momento una “Polar” helada. Fue la primera cerveza que probé en mi vida, y la verdad era que sabía a gloria en aquella calurosa ciudad de Maiquetía.
Y el catorce de diciembre, después de celebrar mi última misa, con la presencia de Paca, en la iglesia más cercana de una comunidad religiosa, subí al avión a las diez de la mañana para seguir volando
¡Gloria a Dios, Aleluya, Aleluya!
Manolo el misionero, celebrando Misa directamente para Canarias por nuestros queridos familiares difuntos.
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