50 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL Y MISIONERA – IV

IV

MI MADRE

Doña Francisca González Rodríguez

Frasquita, para familiares y amistades

“Dichoso el marido de una buena mujer,

Se doblarán los años de su vida

Una buena mujer es la alegría de su marido

Pasará en paz todos los años de su vida.” (Ecle 26)

No dudo en aplicarle a mi madre aquel dicho: “Era una mujer de armas traer”, Inteligente y orgullosa, de decisiones rápidas y sin medir las consecuencias. La máxima: “Lo que puedas hacer hoy no lo dejes para mañana”, era para ella un dogma de fe. Si las cosas no le salían bien no se inmutaba. Prefiero equivocarme, aunque tenga que pedir disculpas. Era sincera y transparente, lo que tenía por dentro lo tenía por fuera. Inculcó a sus hijos decir siempre la verdad. Su franqueza la llevaba a cantarle las cuarenta al más pintado, lo cual le causaba algunos problemas.

En una ocasión le faltó el respeto al Sr. Párroco. Mi hermano Pedro llegó de vacaciones y como era su costumbre, fue a saludarlo y a ofrecerle sus buenos servicios. Parece que el Sr. Cura estaba de malas pulgas aquel día y debió decirle: “¡mira! no necesito seminaristas, vives lejos, ven a misa cuando quieras y pásalo bien”, o algo así. Pedro vino con el cuento a su madre y Dña. Francisca, sin pérdida de tiempo, se presentó en la parroquia. Como la respuesta del Sr. Párroco no le convenció, al día siguiente pidió audiencia a Mons. Pildaín, el nuevo obispo, que en aquellos días había llegado de la Península. ¡Qué orgullosa se sentía, contándole a todo el mundo que ella fue una de las primeras damas que saludó al nuevo Sr. Obispo, haciéndose lenguas de la amabilidad de Monseñor!

          Ya había ocho sentados a la misma mesa y el jefe de familia seguía de peón en la finca. El sueldo no llegaba para tantas bocas.  José, le dice Frasquita a su esposo, nos vamos de la finca y levantamos una panadería, yo sé bien cómo se lleva ese negocio.

          -¡Mujer! Ten paciencia. En cualquier momento se retira mi padre y a mí me toca quedarme con la finca. Yo no sé hacer otra cosa.

          -Déjamelo a mí, yo haré que tome  sus decisiones y si no, lo haremos nosotros, que ya somos mayorcitos.

          -Dicho y hecho. Frasquita se presentó al viejo y le dijo: ¡Don José! Búsquese otro peón para que sustituya a su hijo, nos vamos a otro lugar, para poder alimentar y educar a nuestros hijos, el sueldo no llega para tantas bocas.

          -¡Carajo…! Quien se va soy yo. Ya he trabajado bastante y no necesito seguir matándome en esta finca. Esta semana vienen los dueños y hablaremos.

          Estas, entre otras hazañas de mi madre, me recordaba emocionado mi padre, días antes de seguir yo volando para el Perú. A pesar que, por el carácter tan distinto al suyo, le había ocasionado algunos pequeños disgustos, se le veía todavía enamorado  de aquella mujer que llegó un día para endulzar las amarguras que le había dejado la partida de su primera esposa. Estábamos los dos sentados bajo la sombra de un enclenque tarajal encima de los tres estanques que abrazaban y llenaban de  belleza y de vida a la finca.                  

Hacía dos años que se había jubilado. Manolo hacía casi once  que había partido para la Península a seguir sus estudios. Abajo se veían los graneros, los alpendres, las  parcelas de las plataneras, con sus largas pasarelas, donde Manolito corría tantas veces detrás del aro, uno de sus favoritos deportes; y enfrente la casita blanca, las cuevas de las cabras y de los conejos; y entre las cuevas y la casa un rincón, donde  mi hermano Santiago tenía su palomar de mensajeras, víctimas  en ocasiones de los halcones, que merodeaban todos los días en la Hoya de la Gallina. Todo estaba como lo habíamos dejado. Nos pusimos un poco sentimentales.

          Pero volvamos con Dña. Francisca. Mujer de grandes amistades, pero como los extremos se tocan, tuvo algunos problemas que mortificaron en algunas ocasiones  a la familia. Los héroes también tienen sus flaquezas. Frasquita era generosa con sus amistades. Siempre había algo en la huerta, a la que tenía derecho la familia por contrato para que no faltara las verduras en casa y llenar la bolsa de los regalos. Si había que agradecer los servicios de los profesionales, una docena de huevos también era muy bien visto. Ante todo, había que ser fiel a las tradiciones canarias: “no ir nunca con las manos vacías”, costumbre tan humana como cristiana.

          Experta un poco en todo, lo mismo se ofrecía para ir delante de la yunta (cuando era necesario y los muchachos estaban en el colegio), que se ponía su mandil de enfermera, cuando en los casos urgentes, los vecinos la llamaban  para un inyectable o poner una ventosa al enfermo, como si fuera el mejor practicante de Tamaraceite . ¿Y si una mamá iba a dar a luz?, allí estaba. Y no la priven de su hobby favorito. La víspera de las fiestas y de algunos domingos se la veía al pie del horno tarareando sus canciones. Se cocinaba con leña pero se daba el lujo de tener cocina y horno de hierro, calentado con carbón de piedra, para hornear a la perfección los queques, el pan de huevo y los mantecados, que tanto le gustaba a Manolito.

¿Con que a Manolito le gustaban los mantecados? Les contaré, el chiquillo llegaba con sus hermanos Juanito y Paquito del colegio, era sábado y el tufillo agradable y provocativo le llegaba fuerte a su olfato. Su hermana Julia le gritó: ¡Manolo…! no tenemos agua, vete a traer un viaje a la aljibe. Primero que madre me dé un mantecado, respondió el chiquillo. Sí, mi hijo, vete por el agua, que los mantecados no están todavía horneados. Manolito corrió tomó el gancho: un palo, a cuyos extremos colgaban dos cadenas para fijar los cubos y llevarlos sobre el hombro con comodidad. La aljibe estaba  en el lomo opuesto de la finca a más de 500 metros.

El chiquillo llegó rápido y jadeante,  fue a la cocina. ¿Y los mantecados? Lo que vio fue una rama fresca de mimosa en las manos de su madre. ¡Pobre mimosa!, siempre  pagaba las travesuras de Manolito. Estos son los mantecados que te tenía preparados, para que obedezcas sin condiciones a tus hermanas. Como el pecado no fue tan grande, después de recibir la lección, merendándose los mantecados amargos, su madre siempre amorosa, le ofreció los mantecados dulces y calentitos. Y ahora, como Manolo sigue siendo el niño bonito de casa, cuando llega de vacaciones del Perú, todos piden: mantecados para Manolo…, mantecados para Manolo.

Si mi padre llamó la atención por su religiosidad, dentro y fuera de la familia, mi madre llenó de admiración a todos sus hijos por la sensibilidad de su corazón hacia los necesitados y los pobres. Muchas noches, cuando el apetito de los doce amenazaba dejar limpio el caldero, ella levantaba la voz: hay que dejar un plato de potaje por si viene un pobre. Y los pobres, con relativa frecuencia, tocaban a la puerta a aquella hora. Se le servía la cena y seguían su camino. ¿Y los días que el caldero se quedaba seco? Mi madre no se hacía problemas. Se le ofrecía una taza de café con leche, pan y queso, y un  par de huevos con papas fritas. Si pedían hospedaje se les preparaba un lugar en los graneros, donde siempre había un catre preparado para los que pedían hospedaje. Al día siguiente tomaban el desayuno y…, ¡Dios se lo pague! y hasta la vista!.

          Nunca, gracias a Dios, faltó el gofio en casa, durante y después de la guerra de España. Todos los meses se tostaba dos costalillos de maíz y se mandaban al molino. Pero mi madre nos mandaba a ponernos en fila, para recoger los kilos que, con cartilla nos correspondía, para poder luego satisfacer la demanda de los obreros y de las familias que tocaban a la puerta. Siempre se las arreglaba para ofrecer una o dos tazas grandes de gofio a todos los que la solicitaban, aunque tuviera que tostar antes del tiempo debido.

          Una carta me llega del Perú. Manolo estaba gozando sus segundas vacaciones, año 67. Llegué un día por la tarde a casa y cuando saludé a mi madre, me entregó una carta que me había llegado del Perú. Me senté y la leí con tranquilidad. Cuando  mi madre notó  que ya la había leído, me preguntó: ¿quién te escribe, hijo? Una señorita del grupo de las catequistas de mi parroquia. — ¡Hijo…! ¿No estarás enamorado? — Mi primera respuesta fue una amable sonrisa. ¡Madre…! Gracias a Dios sigo feliz de mi maravillosa vocación sacerdotal y misionera. Le contaré que nunca he sentido la tentación de abandonar mi vocación.  Creo en el poder de la oración, y por eso me uno en la santa misa de todos los días, a las oraciones de mis padres, hermanos y de mis tías y primas religiosas, para perseverar siempre en el servicio a Dios y a mis hermanos más necesitados. La verdad es  que soy humano – hay que decirlo todo — y no puedo evitar en ocasiones, mi admiración ante la belleza y amabilidad de las jóvenes, con las cuales comparto mi apostolado. Pienso siempre en la belleza de los ángeles. Cristo en el Evangelio nos dice que en el cielo no habrá “ni hombres ni mujeres, todos seremos como ángeles” (Lc. 20 – 35), para cantar por toda la eternidad el Amor y Misericordia infinita de Dios. Madre, tenga la carta y léala, está escrita a máquina y que la lea también mi Padre. La chica me escribe con mucho respeto y me cuenta que todo el grupo ora para que el P. Socorro tenga unas felices vacaciones con sus padres y hermanos, y vuelva muy contento al Perú.

“Venid benditos de mi Padre,

Poseed el Reino de los Cielos…,

Porque tuve hambre y me disteis

de comer… Fui peregrino y me

Recibisteis en tu casa”. (Mt. 25, 34 – 35)

“La Santísima Virgen lo hace todo para

 nosotros, Nos ayuda a crecer humanamente

    en la fe, a ser fuertes y a no ceder a la tentación.

                                                            (Papa Francisco)


La Sagrada Familia

      Tengo el gusto de recordarles una de mis jaculatorias favoritas, La rezo con bastante frecuencia, sobre todo en acción de gracias después de la santa Misa y en mis visitas al Santísimo, Me mantiene bastante en la presencia de Dios:

                          “Jesús, José y María os doy el corazón y el alma mía.

                            Jesús. José y María asistidme en mi última agonía.

                     Jesús, José y María, descanse en paz con Vos el alma mía.”

                            Te amo María Santísima, Madre de Dios y Madre mía.

                            Te amo María Santísima, Madre de Dios y Madre mía.

                     Te amo María Santísima, Madre de Dios y Madre mía.                                                         Descanse en paz con Vos el alma mía.           

          Dialogando con la Sagrada Familia, me imagino que en las manos de José reposa un niño que tiene en sus manos un libro de oro. Sí, un Libro de Oro, porque el autor es el Dios del Amor y de la Misericordia. El niño es solamente el instrumento. El niño sigue hablando y nos cuenta que él es un viajero feliz y seguro hacia el Cielo. La seguridad se la dan las Manos de José que, a su vez, se fortalecen con las Manos de la Santísima Virgen y las Manos de Jesús. ¿Y quién es el piloto del superavión que, con toda seguridad me llevará al Cielo? Se llama Jesús de Nazaret. Me lo asegura también el apóstol San Pablo, lo considero como el mejor de mis directores espirituales: “Estoy seguro de mi salvación, no por mis méritos sino por la sangre preciosa que derramó por mí en la cruz Jesucristo”.

Clic para descargar el archivo en PDF

Loader Loading…
EAD Logo Taking too long?
Reload Reload document
| Open Open in new tab

Descargar archivo [275.82 KB]

Leave Comment