Recuerdo con mucho cariño las clases de Constituciones de mi Seminario Interno y al gran misionero que las impartió el P. Antonio Elduayen Jiménez CM (+). Más allá de las largas horas de reflexión, estudio y trabajo, una de las grandes enseñanzas que nos dio fue plantear nuestra santidad como vocación, viviendo de manera coherente nuestra vocación misionera en la Congregación de la Misión. Es decir, vibrar con fuerza por llevar el evangelio a los más pobres y convertir a Jesucristo como regla de nuestra vida y opción clara de nuestro seguimiento, nos empujaría, indiscutiblemente, a la santidad.
Nuestra santidad, como misioneros vicentinos, está ligada a la naturaleza de nuestra vocación, una vocación misionera, y es que vale recordar que la santidad provoca miedo, admiración, inquietud y novedad[1], porque ella habla por sí sola de hombres y mujeres que no se conformaron con una vida mediocre, sino que aspiraron a una existencia plena, entregada totalmente a la llamada que nos hace el Señor desde siempre, a ser santos (Lev 19,1). Estás líneas intentan dar algunas luces asociar la santidad en nuestros días, como una vocación y un don de Dios que se debe materializar en lo cotidiano de nuestros ministerios y contagiar a otros, especialmente a los más jóvenes a vivirlo.
Tu Misión en Cristo
Hablar de santidad es mirar siempre al modelo inagotable: Jesucristo. La santidad como misión solo tiene sentido desde él[2]. Entender la santidad de Jesús es entender su cercanía y comunión con el Padre, mirar a Jesús desde el misterio de su muerte y resurrección y al mismo tiempo, contemplar en su existencia, en su vida terrena la manifestación de amor, entrega y cercanía con los más pobres. Quiero recordar esta bella frase del Papa Benedicto XVI sobre la santidad: “La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya”. Acércanos a Jesús, entrar en los sentimientos de Jesús, reconocer la vida y misión de Jesús como el mayor y mejor ejemplo de santidad, nos acercará a nuestra propia santidad.
Pero, no se trata de aprender teorías o datos sobre Jesús, esto es una tarea para estudiantes de teología y curiosos. En general, cada persona ha tenido un encuentro personal con Jesucristo y ha recibido la invitación a vivir su misión. “Aprender” de Jesús, no es saber más sobre su vida e intentar corroborar datos precisos, que a veces resultan imposibles, debido a que están mezclados con lo que otros pensaron de él[3]. Aprender de Jesús es conocerlo en el día a día. Acércanos a él en la oración, en los sacramentos, en el abrazo fraterno y reconciliador con nuestros hermanos. Aprender de Jesús es perdonar y sentirse perdonado, como el hijo pródigo, y ser recibido por los brazos abiertos del Padre Misericordioso. Aprender de Jesús es ser fiel a nuestros compromisos y atender a al discernimiento desde el Espíritu Santo. No con frases o consejos de guías ciegos o como seres autómatas que reciben órdenes, sino con la convicción de lo que voy obrando en mi vida, es fruto de mi libertad, puesta en la voluntad del Padre, entendiendo que esta es una llamada plena de mi existencia[4]. Aprender sobre Jesús significa acercarnos a él y vivir nuestra propia santidad.
“Alégrense y regocíjense” (MT 5, 12)
Hablar de Jesús es hablar de alegría y la santidad es Alegría[5] como nos ha recordado el Papa Francisco. Quizá para muchos pueda resultar difícil ver a un santo “alegre”. La mayoría de imágenes de los santos “tradicionales” destacan momentos de oración, recogimiento, incluso angustia, y que para algunos se les hace difícil ver a estos entrañables personajes soltar una carcajada, regalar una sonrisa o hacer gala de su sentido de humor.
Imaginar a san Vicente reírse, a veces es un poco difícil. Haciendo una seguidilla a las Obras Completas, aquellas repeticiones de oración que leemos o la profundidad en los temas que imparte o alguna reprenda que podemos citar de él, quizá nos pueden alejar de un Vicente alegre e incluso juguetón. El Papa Francisco fulgura su sentido del humor y alegría[6] y pienso que vale la pena profundizar en ello. Yo imagino a un Vicente alegre, bromista dentro de la vida de comunidad con los hermanos. Un santo alegre y pleno, luchando y sirviendo a los más pobres. Un corazón henchido de amor por Cristo. Una capacidad creativa inagotable. Un servidor fiel y trabajador para la misión. ¿No son estos motivos de verdadera alegría? Yo siento que sí. Una vida plena, no libre de dificultades, es una vida alegre. Vivir en santidad, no nos exime de dificultades, de retos, fatigas o penas. Vivir en santidad, con el lenguaje de nuestro fundador, en estado de caridad, implica a veces renuncias personales, el asumir desafíos, el buscar el bien común y lidiar valientemente con ello.
Amigos de Dios
El primero de noviembre de 2013, en la primera solemnidad de Todos los Santos, celebrada por el Papa Francisco, él nos recordó que los santos son “amigos de Dios porque en su vida vivieron en profundidad comunión con Dios”. Ser amigo de Dios es un motivo de alegría. La amistad no puede significar un problema o un dolor perenne. Lloramos con los amigos, luchamos con ellos. Vivimos sus tristezas. Compartimos los sueños, percibimos su cansancio. Participamos en sus alegrías, celebramos sus metas. Sentimos sus ilusiones.
Esa intimidad que genera la amistad, es la misma intimidad que los santos tienen con Dios. Esa intimidad en donde el amor brota primero. En donde la alegría dinamiza cada jornada. Ese regocijo de hacerte parte en un proyecto de amor que trasciende el tiempo y la historia, y que solo es posible atender y vivir desde evangelio[7], y esa amistad con Dios es la que vivió san Vicente y al mismo tiempo la compartió con sus hermanos. Una amistad contagiosa con san Francisco de Sales, santa Luisa de Marillac, santa Juana Francisca de Chantal y tantos hombres y mujeres, que quizá de manera anónima encontraron la santidad en esta amistad con Dios, que contagiada por otros amigos suyos.
Jesús vivió y se apasionó por este Reino con sus amigos[8]. Vivió esta amistad de manera plena, hasta dar la vida por ellos y experimento esta entrega con alegría. Esta alegría no puede estar escondida ni vivirse de manera intimista. No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio[9]”. La santidad implica conjugar lo ordinario de nuestro día a día, con lo extraordinario de cada jornada, lo humano con lo divino, unir a Cristo a nuestra existencia, haciéndonos verdaderos amigos de Dios, santos y alegres.
Nuestra Vocación es ser santos
Hace unos días, algún medio digital muy pesimista hablaba de la realidad eclesial de manera desinformada y altanera. La respuesta de un conocido sacerdote fue que, si se viven tiempos difíciles, con mayor fuerza, se suscitará la santidad entre los hombres, y vaya que es cierto.
La pandemia ha dejado al descubierto una serie de formas y estructuras que no han favorecido la vivencia de la fe y nuestro compromiso con los valores del Evangelio. La llamada a la santidad es también una llamada al cambio, a la transformación, a las reformas, de nuestras propias vidas y estructuras, para enfrentar las del mundo, con un corazón abierto a sus dolores y problemas, teniendo en cuenta que sí nuestra vocación es la misión, y tiene en primer lugar el encuentro personal con Jesucristo, evangelizador de los pobres y su seguimiento; no podemos quedarnos indiferentes ante estas realidades. Un misionero no puede vivir indiferente, un misionero no vive escondido, un misionero debe superar el narcisismo para poder recibir y acoger al otro, ni perennizar sus energías en proyectos personales sino abrirse a la comunidad en la que vivimos nuestra vocación.
Vocación, misión y santidad, deberían ser tres palabras que unidas hagan un todo y nos hagan perder de vista deseos personales que no favorecen a la Evangelización. Comprender estas tres claves nos impulsarán a revitalizar nuestra vocación misionera, profundizar de manera más clara en el misterio de nuestro llamado, y discernir de manera existencial si realmente estamos en el lugar correcto y en donde Dios nos quiere, no como los presentes ausentes, que por desgracia en muchas comunidades han ido en aumento…, sino como verdaderos amigos de Dios, llamados a ser continuadores de su obra[10].
Santidad y discernimiento
Uno de los regalos más grandes que nos ha dejado el Papa Francisco en estos años de su pontificado, el situarnos nuevamente, como Iglesia, en un ambiente de discernimiento. Más allá de su espíritu ignaciano, abrir nuestra vida eclesial al discernimiento ha significado uno de los mayores retos para todos. Un discernimiento que atienda a los signos de los tiempos y que no coloque etiquetas morales a nuestros actos[11], sino más de actualizar los grandes criterios de elección, valores del evangelio, para proyectar y promover el accionar de Dios en nuestras vidas.
La santidad tiene mucho de discernimiento y nuestra vocación también. No solo el discernimiento que se vive en el proceso vocacional o la exigencia en la formación inicial, sino un discernimiento como actitud del día a día, con una lectura creyente de los signos de los tiempos, como actitud de permanente búsqueda de la voluntad de Dios, al estilo de San Vicente De Paúl.
Alcanzamos nuestra santidad siendo misioneros. Viviendo de manera plena nuestra vocación a la que hemos sido llamados. Encontrándonos con Jesucristo en los más pobres, siendo evangelizados por ellos, considerándolos amos y señores, asumiendo las máximas del evangelio, teniendo el corazón hacia la misericordia y al mismo tiempo a la justicia del Reino de Dios.
Que podamos nuevamente renovar y revitalizar, fomentar y presentar la vida misionera, alejada de una existencia mediocre, aguada, licuada[12], como una opción clara de santidad, y que, si se vive a plenitud, deberá contagiar alegría, y contagiar a otros a vivir este llamado, vocacionalizando así nuestra santidad, que en este día sea un día para discernir nuestra santidad, y preguntarnos si la música del Evangelio ha dejado de vibrar en nuestras entrañas, si habremos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que nace de la confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su fuente en sabernos siempre perdonados‒enviados[13], y si realmente estamos encarnando la vida de Cristo en todos los rincones de la Tierra.
Finalmente, hermanos, nuestra vida, nuestro testimonio, nuestro trabajo, nuestra amistad con Dios, nuestra santidad, siempre serán los mejores post, la mejor web, el mejor storie, el mejor tweet, los mejores libros, los mejores vídeos o imágenes que un joven con inquietud vocacional pueden leer, ver, percibir, sentir, experimentar e ilusionar el corazón de un joven inquieto.
¡Que los santos y santas de la Familia Vicentina sigan intercediendo por nosotros!
Diác. Vero Carlos Ernesto Urbina Verona CM
[1] LA FILOCALIA DE LA ORACIÓN DE JESÚS. Editorial Lumen. 1979. Buenos Aires. P. 21
[2] Cfr. Gaudete et exsultate. Nro. 20
[3] SAÉZ De Maturana, Francisco Javier. Editorial EDIBESA.2014. Madrid. Pp.1031-1032
[4] SIMONS Camino, Alberto. Discernir. Editorial CEP. Lima 2015. P. 191.
[5] Cfr. Gaudete et exsultate. Nro. 14
[6] Cfr. Ibid. Nro. 126
[7] SIMONS Camino, Alberto. Discernir. Editorial CEP. Lima 2015. P. 245
[8] Jn 15, 1ss
[9] Ibid. Nro. 26
[10] XI, 23
[11] SIMONS Camino, Alberto. Discernir. Editorial CEP. Lima 2015. P. 141
[12] Cfr. Gaudete et exsultate. Nro. 1
[13] Cfr. Fratelli Tutti Nro. 277