Se viene escuchando algunas exhortaciones que a mi entender dejan mal parado a nuestro mismo Dios. “Hay que calmar la ira de Dios”, “hay que postrarnos y hacer muchos sacrificios para que Dios se apiade de nosotros”, etc. Obviamente, muchos de estos “líderes religiosos” (incluyendo algunos de los pastores de nuestra Iglesia) se apoyan en textos de la Escritura, especialmente del AT – aunque también encontramos pasajes en el NT – donde se perfila una de las tantas imágenes de Dios que a lo largo de la historia el ser humano fue proyectando.
A lo largo de la Escritura se presentan diversas formas de ver a Dios, y es lo más normal que ha podido pasar, porque el ser humano intentaba explicar aquello que lo sobrepasaba y no tenía otro referente más que la divinidad para poder sustentar tales hechos. Así, lo bueno y lo malo dependían directamente de Dios y todo debía pagarse en esta vida, no había creencia en la vida más allá de la muerte (Lam 3,38; Eclo 11,14). Pero poco a poco, surgen nuevas interpretaciones basadas en abiertas posturas que desafiaban esa antigua visión teológica. Así, Dios ahora es bueno con los buenos y malos con los malos, y eso se demostraba con el “final feliz” para aquellos que sufrían en vida (Job 1-2.42,10-17). Pero incluso esta sabia opinión se ve cuestionada cuando no llegaba ese “final feliz”, y entonces aparece la esperanza en una vida más allá de la muerte (Sab 4,7-17) y el misterio insondable del sufrimiento pasa a ser reflexionado intensamente (Job 3-42,9).
Ahora bien, hay un punto de quiebre en este proceso de creer en Dios y es Jesús de Nazaret. Él cambio la forma de ver a Dios, de un amo, señor, todopoderoso, soberano, a un Padre, misericordioso, bueno, compasivo, que perdona, que ofrece la vida eterna. La manera cómo enfoca la visión de Dios que tienen los hijos en la parábola del padre misericordioso es muy clara en este aspecto: el hijo menor quiere volver a la casa como un “servidor” de su padre (Lc 15,19.21) y el hijo mayor se presenta como el mejor “servidor” de su casa durante muchos años (Lc 15,19). Pero, aquel “Padre” quiere que los dos sean para él “hijos” y a su vez entre ellos, “hermanos”. Desde la fe en Jesús, el Hijo de Dios, la predicación de los cristianos se basó en el don de la gracia de Dios Padre que quiere la realización del hombre y su salvación, pero que respeta la libertad del mismo. Su infinita providencia no descansa hasta que el hombre acoja su designio y entienda que su proyecto no va en contra de su felicidad.
Si esto es así, no es cuestión de rogar a Dios motivados por temor, porque se ensañe con nosotros pues nos portamos mal, porque es su voluntad que pasemos todas las desgracias que vivimos. No. Si rogamos a Dios es porque creemos en su amor, creemos en su misericordia, creemos que nos puede ayudar a recapacitar cuánto de mal estamos haciendo para mejorar y cuánto de bien para perseverar en ello. La tradición joánica nos ha recordado que ante Dios no debe haber temor, el amor disipa el miedo (1Jn 4,18; Jn 16,33). No nos propongamos hacer cosas para calmar la ira de Dios, ni pensemos que debemos hacer cosas extraordinarias para que Dios cambie de parecer. Esto suena mucho a los dioses del Olimpo de la mitología griega, una visión muy distinta a la de la fe en el Dios de Jesucristo, pero que se confunde mucho. Oremos, roguemos, confiemos en Dios porque es nuestro Padre, porque queremos hacerle partícipe de nuestras alegrías y tristezas, y porque con su infinita gracia – guiada por su sabiduría inescrutable – nos conducirá al mejor discernimiento, si nos dejamos, para encaminar nuestro proyecto unido al proyecto que tiene Él para cada uno de nosotros.
P. Mario Yépez Barrientos, CM
Párroco Ntra. Sra. de la Asunción