El amor, es una ley permanente en el corazón del creyente

¿Cuántos de nosotros “escuchamos” a Dios?, ¿sabemos lo que es escucharle a Dios que nos habla de verdad?, ¿soy sordo a su voz? Cuando una persona escucha a otra, lo normal es que preste atención, asimile lo que escucha, pase por el crisol del discernimiento, y actúe.

El Deuteronomio nos anima a adoptar esa postura: “Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos” (Dt.30,10-14). El mundo está como está, muchas veces porque no escucha a Dios, y no quiere vivir conforme a lo que Él quiere. ¿Cómo y cuándo escucho su voz? Él me habla: en un amigo, en un familiar, en un acontecimiento, en cada sacramento, en la naturaleza, en la Sagrada Escritura, en el sacerdote, en la religiosa o persona consagrada, en el papá o mamá, en el Sagrario, en una palabra de aliento – de corrección – de esperanza, etc. Saber escuchar a Dios que me habla es un reto permanente, para convertirme a Él con “todo el corazón y con toda el alma”.

Las leyes, recita un dicho popular, “están para cumplirse”. Están a nuestro alcance, “en tu corazón y en tu boca”. ¿Rechazo las leyes para vivir como yo quiera?, ¿no me gusta el orden? Para aquellos que rechazan todas las leyes de Dios, escuchen al salmista: “La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante” (Salmo 18).

El maestro de la Ley, del evangelio de hoy es interpelado por Jesús, ya que este pregunta: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc.10,25-37). Quizás le quería poner “a prueba” a ver si sabía de leyes. Pero este maestro, no quería entender que le ley de Jesús es traducido o vivido desde la óptica samaritana de curar y vendar las heridas al caído, y eso es AMOR!!! Le enseña que sí es posible vivir la Ley del Señor, y por eso le cuenta la historia que es una parábola: la del Samaritano.

Hay mucha gente herida, caída, gente que es victimada en sus derechos, no se piensa muchas veces en el bien común, y menos en el que está caído. Mucha gente, incluso “de fe”, es indiferente al sufrimiento de los demás. Habrá que recordarnos a San Pablo: “cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro se alegra, todos se alegran con él” (1Cor.12,26). No puedo ni debo ser indiferente al dolor o sufrimiento humano. El caído, el que sufre, es un crucificado, es Jesús (cf.Mt.25,31-46).

La ley de Dios es el amor. Y en esta parábola del buen samaritano nos enseña de qué manera concreta se puede traducir ese amor: ver lo que pasa, compadecerse, acercarse, vendar las heridas, darle el aceite de la esperanza, la alegría y las ganas de vivir, llevarlo a un lugar digno o seguro para cuidarlo, asistir económicamente (promoverlo), animar a otros para que se involucren. ¿Te das cuenta? Todo, sí todo está a nuestro alcance.

Jesús termina con una especie de sentencia y/o mandato: “anda, haz tú lo mismo”.

El amor, que viene de Dios, es una ley permanente que está inscrito en el corazón del creyente y está llamado a ser traducido en acciones samaritanas permanentes.

Con mi bendición.

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