Hermanos:

El Papa Francisco, en una exhortación apostólica llamada Amoris laetitia, documento que dedica a reflexionar sobre el amor y la familia, usa una cita escrita por san Juan Pablo II que me sirve para comenzar la reflexión de este domingo: “Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo”. Luego, el Papa Francisco añade a este párrafo su propia conclusión: “Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente” (Amoris laetitia 11). En este día, dedicado a la Santísima Trinidad, les invito a reflexionar sobre el misterio central de nuestra fe a la luz de lo que nos dice el Papa Francisco sobre la relación entre Dios y la familia.

La Santísima Trinidad es, ciertamente, el primer dato de fe que tenemos los católicos; es lo que nos distingue. Creemos en un Dios que es Uno y Trino. Las demás confesiones y religiones o creen en muchos dioses o creen en un dios único lejano, intocable, inaccesible, incapaz de formar una familia. Nosotros, en cambio, creemos en un solo Dios que a la vez es una familia de tres personas: un Padre, un Hijo, y el amor que los mantiene siempre unidos, el Espíritu Santo. Y creemos que existen tres personas en Dios no por capricho, sino porque el mismo Dios se nos ha mostrado así; la Iglesia, por su lado, ha sabido captar esa revelación, incluso desde los primeros años. De hecho, la segunda lectura de este domingo es uno de los tantos ejemplos en los que encontramos cómo la comunidad cristiana confesó desde muy pronto a Dios como una Trinidad: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos ustedes” (2 Cor 13,13).

En el intento de explicar este misterio de Dios Uno y Trino se ha escrito y hablado mucho, casi siempre con muy pocos resultados. Explicar por qué en Dios las matemáticas fallan y uno termina siendo igual a tres, siempre resultó complicado, incluso para mentes brillantes como la de san Agustín, que al final terminó contemplando el misterio de Dios más que comprendiéndolo. Y es que estamos hablando del más profundo de los misterios, y la característica principal de los misterios es que son inefables, más aún si se trata de Dios. El lenguaje filosófico más alturado siempre ha resultado pequeño al lado de Dios. Al final, para poder acercarnos un poco a Dios y tratar de comprender, aunque sea en algo, las palabras de Jesús que nos hablan de un Padre, de un Hijo y un Espíritu Santo, no nos queda más que dejar de lado la filosofía y los discursos académicos y echar mano a nuestra experiencia de seres humanos, a nuestra vida cotidiana, a un lenguaje sencillo, confiando en que ese Dios Uno Trino que es tan misterioso en sí mismo se revela y deja su huella de manera sencilla en la naturaleza, en el ser humano y en toda experiencia que éste tenga. Quizá en la sencillez de la experiencia humana podamos captar un vestigio de lo que es Dios en su misterio. Y es allí, en la sencillez de cotidianidad humana, donde aparece la mejor descripción de Dios, el atributo que mejor lo define, la palabra que le calza a Dios como un anillo al dedo, aquella que en la cita anterior san Juan Pablo II dejó esbozada: la familia.

Así es, nuestro Dios es una familia. Las Sagradas Escrituras y la Tradición de la Iglesia nos dan detalles de cómo cada una de las personas que forman la Santísima Trinidad tienen roles familiares. Está el Padre Dios, la cabeza de la familia, el creador, el que implementó, por así decir, el plan de salvación del hombre, el que es y da amor. A Él están dirigidas las palabras del cántico que leemos este domingo a manera de salmo responsorial: “Bendito eres Señor, Dios de nuestros padres, a ti gloria y alabanza por los siglos” (Dn 3,52). Y si hay un Padre, tiene que haber un Hijo, porque no se puede ser Padre sin un Hijo. El Hijo es la Segunda Persona de la Trinidad, el segundo miembro de la familia, el que recibe el amor del Padre y se lo retribuye, que también es Dios al igual que él, que incluso existió junto con él desde siempre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él” (Jn 3,16). El Hijo obediente, cumpliendo con el plan de salvación creado por su Padre, se hizo hombre, vivió entre nosotros, nos habló del amor que el Padre le tiene y nos tiene, nos enseñó el camino para llegar a Él, murió y resucitó. El tercer miembro de la familia es precisamente el que le da la consistencia de familia, el que mantiene muy unidos al Padre y al Hijo, el que les hace ser Uno, el que permite que los dos estén siempre juntos actuando en todo. Es aquella fuerza que genera la integración de las personas de la Trinidad, que

genera la bondad creadora del Padre, la misericordia de su plan redentor, la obediencia del Hijo, su sacrificio por el hombre. Me refiero al amor, que Jesús presentó con el nombre del Espíritu Santo. Por tanto, Dios es una familia completa, donde hay un Padre, un Hijo y un Espíritu que es el amor que los mantiene tan unidos que llegan a ser un solo Dios. Y como toda familia, cada persona tiene su rol y su responsabilidad, comparten algo en común (en este caso la divinidad) y tienen una misma finalidad: salvar a la humanidad, darle todo el amor que tienen y, junto a ella, al mundo donde vive. Esto es Dios, una familia, una bonita familia formada por uno que ama, otro que es amado y el mismo amor.

Volvamos ahora a lo que nos dice el Papa Francisco: la familia es reflejo de aquella comunión de amor que es Dios. En esta bella frase está resumido, a mi modo de ver, el mensaje de este día. Nuestras familias, las que formamos nosotros con nuestros papás y mamás, con nuestros hijos y hermanos y todos los demás que caigan por ahí, incluso hasta la misma familia que llamamos Iglesia, están llamadas a reflejar en su vida interior (entre sus miembros) y en su vida exterior (hacia las demás familias), la misma unidad y comunión que hay en Dios Trinidad. Así como el amor, en la familia de Dios, les hace ser una unidad, un solo Dios, así también cada familia, por el amor, debe luchar por su unidad, su comunión. Si no hay unidad, no puede haber familia. Cuando comienzan los pleitos, los malentendidos, las disputas, los odios entre los miembros de la familia, eso es evidencia de que el amor, lo que mantiene unidos a los miembros de las familias, brilla por su ausencia, y si es así, se está perdiendo el principio constitutivo de la familia, o sea, se está dejando de ser familia. En muchos casos, se pasa de ser familia a ser solo un grupo de personas que viven juntas o que tienen el mismo apellido. Como sucede en Dios, el amor es básico para formar una familia. Hay que cuidarlo para poder reflejar en nuestra vida la unión que hay Dios. Por otro lado, así como cada persona de la Trinidad, sin perder su diferenciación, trabajan en común para otorgarle la felicidad al ser humano, también cada familia, en conjunto y en cada uno de sus miembros, debe dedicarse a buscar la felicidad de todos, empezando por dentro, ciertamente, pero necesariamente terminando por todos los demás seres humanos. Dios no existe para sí mismo sino para amar y salvar al ser humano; de la misma manera las familias deben dedicarse a buscar la plenitud de vida de los demás. No hay que ir tan lejos para encontrar personas o familias que necesitan ser amadas, evangelizadas, salvadas. Las familias que viven al estilo de la Trinidad son las llamadas a acudir a ellas para transformarlas también en bonitas familias.

Concluyamos, entonces, en que la fiesta de la Trinidad es la fiesta del amor, aquel amor que es capaz de integrar a todos en familias y en una sola familia. El misterio de Dios, tantas veces explicado y poco comprendido, queda iluminado cuando lo abordamos desde el punto de vista del amor integrador que forma familias. El Papa Francisco nos ha invitado a ser reflejo Dios, viviendo el amor de este modo, formando familias unidas y que buscan la felicidad de todos. En otras palabras, lo que el Santo Padre quiere es que las personas, cuando vean nuestra a familia vean a Dios, y si les queda algo de aliento exclamen: ¡qué bonita familia!

Leave Comment