La Santísima Trinidad es una fiesta transversal, que de una manera u otra está presente en todas nuestras celebraciones. Pero hoy queremos celebrar este misterio de manera específica, fijando nuestra mente y nuestro corazón no aisladamente en el Padre, en el Hijo o en el Espíritu sino en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu. La mirada no es puramente racional, nuestra mente nunca llegará a comprender el misterio, sino desde la simbología, el corazón y, sobre todo, la fe.

Dios es amor. El amor se manifiesta entre personas y por eso creemos firmemente en la fiesta que celebramos en el día de hoy: la Santísima Trinidad: “tres personas distintas en un solo Dios verdadero”. Este misterio desborda nuestra capacidad de comprensión pero la fe supone el encuentro con el ser que queremos y nada hay más sencillo y sublime, desde la perspectiva del entendimiento y el afecto humano, que sentir necesidad y creer en un Dios amor que se entrega por nosotros desde la acogida y el perdón. Gracias al amor infinito que Dios es en el Padre, Creador, Dios Hijo Salvador y Redentor, y Dios Espíritu Santo, Vivificador, nosotros hemos adquirido la dignidad de ser hijos del mismo Dios por el bautismo y hemos recibido la salvación que se va realizando en este mundo y que culmina con el encuentro, precisamente con Dios trinitario, en el abrazo y regazo de la eternidad.

El evangelio de hoy (Mt. 28, 16-20) nos recuerda que el amor de Dios al estilo de la Trinidad debe ser vivido y expansivo. Vivido desde la sensibilidad y compromiso de llevar a Dios en el corazón y expansivo porque el Señor, como hizo con sus discípulos nos envía a anunciar el Evangelio, a testimoniar lo que con Él y de Él hemos aprendido. Su presencia desde el Espíritu, así nos lo anunció en Pentecostés y se nos recuerda hoy, es garantía de compañía segura y permanente en los momentos difíciles de la vida.

El amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, como decimos en las palabras iniciales de la Eucaristía, configuran nuestra vida de cristianos y nos hacen sentir la presencia de un Dios cercano y amoroso que envuelve y transforma nuestra vida.

La fiesta de la Trinidad nos recuerda que todo amor verdadero, por humilde y pequeño que sea, tiene “sabor de Dios” y, por lo tanto, el amor matrimonial y todas las formas de vivenciar nuestras relaciones interpersonales, cuando están basadas en la comprensión, aceptación y tolerancia, son manifestaciones y prolongaciones del amor trinitario en el mundo en que vivimos. Ante tantas experiencias positivas relacionadas

con el amor en las manifestaciones de la vida no necesitamos mayores evidencias y comprobaciones para comprender el misterio de la Trinidad sino, más bien, para descubrir y confiar que el Dios que nos ama permanece con nosotros ahora y en la eternidad.

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