Hermanos:

En una clase, cuando hablaba con mis alumnos sobre libertad, les puse como ejemplo la decisión de Jesucristo de vivir conforme a la voluntad de Dios. Uno de los alumnos creyó encontrar en mi ejemplo una contradicción y me replicó: “Profe, ¿cómo una persona que hace la voluntad de otro puede ser libre?” Gracias a la intervención maravillosa de este alumno, pude encontrar la introducción propicia para la reflexión del evangelio de este sexto domingo de pascua.

Empecemos respondiendo la pregunta de mi alumno: A una persona que vive sujeta a la voluntad de otra, es decir, a una persona que vive obedeciendo, ¿se le puede considerar libre? Si entendemos la libertad como una ausencia de límites, como el hecho de hacer lo que a uno le plazca sin que nada ni nadie nos dé indicaciones de ningún tipo, entonces encontraremos una dificultad para responder afirmativamente a la pregunta. Pero, si entendemos la libertad desde el punto de vista antropológico, filosófico y hasta religioso, entonces se nos hará más fácil encontrar una relación armoniosa entre la obediencia y la libertad. Ya es sabido que la libertad no es “ausencia de normas” ni “libre albedrío”. Cuando se habla de la libertad como el acto de “hacer la propia voluntad”, se refiere a la capacidad que tiene todo ser humano a elegir, a optar, a escoger y decidir su propio destino. Solo desde este punto de vista se entiende que una persona pueda elegir hacer la voluntad de otro y aun así seguir siendo libre. Cuando una persona decide obedecer, sujetarse a ciertas normas, cumplir ciertos criterios por su propia voluntad, entonces está ejercitando su libertad, está haciendo uso de su capacidad de elegir. Y la persona que puede elegir, es libre; y la persona que es libre, es más plena, más feliz, más persona. El mejor ejemplo de esto es la actitud de Jesucristo. Él llegó a decir en algún momento que “su alimento es hacer la voluntad del que lo envió” (Jn 4,34). Es curioso que Jesús diga que obedecer a su Padre era como “su alimento”, es decir, algo que le agradaba, señal de que se sentía bien haciéndolo. Esto solo se puede entender si tenemos en cuenta que Jesús, desde el inicio de su ministerio, decidió libremente someterse a esa voluntad de Dios. Jesús fue libre, y fue libre obedeciendo, y fue feliz.

Ahora bien, ¿qué mueve a una persona a elegir someterse a la voluntad de otro? Nadie hace esto sin una motivación. Ninguna persona en su sano juicio puede obedecer a un desconocido, por ejemplo. Nadie puede hacer la voluntad de alguien que es un bandido, un injusto o u caprichoso. Tiene que haber una relación cercana, profunda, sincera y de confianza para que a uno le nazca someterse a alguien y seguir siendo libre y feliz. Y la única realidad que puede crear estas condiciones entre dos personas es el amor. Solo el amor incondicional, al estilo del amor que Jesús y el Padre se tienen, puede lograr que la obediencia sea manifestación de la libertad de una persona. Por ejemplo, si una persona que amo me pide un favor o me da una orden, el amor que siento hacia ella hará que asuma esa voluntad como una ley, y debería encontrar una felicidad en realizarla, no por obligación, sino como manifestación del amor que siento. Esto completa la definición de libertad: la capacidad de elegir someterse (obedecer) a la voluntad de otro “por amor”.

Dicho esto, comprenderemos mejor la frase central del evangelio de este domingo que se repite hasta dos veces. Dice Jesús: “Si me aman, guardarán mis mandamientos” (Jn 14,15.21). Los mandamientos son la voluntad de Dios escrita en forma de ley. Es lo que Dios quiere que hagamos, cómo quiere que vivamos. La persona que ama a Dios debería, libremente y como expresión de su amor, vivir y cumplir esos mandamientos. ¿Cómo puede una persona decir que ama a Dios y no cumplir lo que él le pide? Esto es, a simple vista, una contradicción. El verdadero amante de Dios demuestra ese amor haciendo su voluntad, como lo hizo Jesucristo. Y más aún, esa misma persona encontrará la felicidad, la plenitud de su vida, obedeciendo a Dios, porque los mandamientos son indicaciones para ser feliz, algo así como los tips para encontrar la realización plena. Y es que la voluntad de Dios, su deseo, es que el hombre sea feliz.

Los verdaderos amantes de Dios son felices haciendo lo que Dios desea. Eso es lo que encontramos, por ejemplo, en las otras dos lecturas de este domingo. En la primera (Hch 8,5-8.14-17), vemos cómo los apóstoles cumplieron con alegría el mandado de ir por todo el mundo a anunciar el evangelio. En la segunda (1 Pe 3,15-18) escuchamos a Pedro exhortar a los cristianos a cumplir aquellos consejos de Jesús de ser mansos y humildes, de poner la otra mejilla, de perdonar y amar a los que nos injurian. No me imagino a los cristianos de aquellas épocas obedeciendo a Dios a regañadientes. Más bien, me los imagino felices yendo de un lugar a otro, sonriendo después de cada calumnia, felices de obedecer a Dios incluso en medio de los ultrajes; es decir, me los imagino libres: “Entonces llamaron a los apóstoles; y, después de haberlos azotado, les intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Y los dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre” (Hch 5,40-41). Si estos hombres no amaran a Dios, no se hablaría de ellos de esta manera.

Amigos míos: la obediencia también es signo de libertad si y solo si es evidencia de un amor profundo. El que ama a Dios elige vivir como él pide, y viviendo así se sentirá feliz. No caigamos en el error de muchos que piensan que se es libre mientras menos intervenga Dios en la vida. Es Dios, más bien, quien puede potenciar nuestra libertad. Deseo de todo corazón que el alumno que me hizo la pregunta del inicio pueda leer esta reflexión (no es improbable, porque lo tengo en mis contactos del facebook), para que junto con ustedes que la acaban de leer, entienda, decida, obedezca, sea libre y sea feliz.

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