“NO LOS DEJARÉ SOLOS”

La liturgia de la Palabra de este domingo empieza con un nuevo fragmento de los Hechos de los apóstoles que evocan los primeros momentos de la evangelización fuera de Palestina. La fuerte represión de los judíos de tendencia farisea en Jerusalén obligó a que los judíos cristianos de habla griega salieran hacia el norte de la Ciudad Santa, llegando a algunos pueblos de la apartada Samaria, e incluso entraron a los pueblos de la costa y otros se desviaron a Damasco, donde fueron predicando a los nuevos hermanos que con alegría acogían el evangelio de Cristo. Felipe, uno de los diáconos judeo-helenistas, llega a esta región de Samaría y encontró buena aceptación ante los prodigios que fue realizando. Ante las buenas referencias de esta misión, los apóstoles Pedro y Juan deciden visitar estas comunidades para fortalecer los lazos con la sede de Jerusalén. De esta forma, el Espíritu Santo fue derramándose entre los fieles mediante el gesto de la imposición de las manos de los apóstoles consolidando la aceptación de la fe en Cristo por medio del bautismo. Si esto se daba al comienzo, la carta de Pedro, uno de los últimos textos del NT que guarda esa tradición del primer apóstol, refiere la paciencia y firmeza con la que los cristianos ante una sociedad pagana y exigente a fines del s. I, deben dar razón de su esperanza sin violencia ni discusiones vanas, solo con la mansedumbre y el respeto de hombres y mujeres de paz. Si esto puede suscitar la reacción virulenta de los demás, no hay mayor mérito que el soportar con fortaleza las injurias como las aguantó el mismo Cristo en su pasión. Pero hay una confianza mayor en este aguante: la vida venció a la muerte; la maldad no tiene la última palabra, sino Cristo Jesús.

Continuamos escuchando el evangelio de Juan y este largo discurso de la Cena íntima con sus discípulos antes de su entrega hasta el extremo en la cruz. Dos cosas fundamentales podemos destacar de esta sección: en primer lugar, debemos cumplir los mandamientos de Dios si decimos que lo amamos; y, en segundo lugar, no estaremos solos ante la ausencia física de Jesús, sino que tendremos a nuestro lado un Defensor. Esto debe entenderse en el marco de la vuelta al Padre de Jesús. Está cercana ya la muerte del Hijo de Dios y la angustia de los discípulos se hace patente. Su presencia física quizá hacía más fácil y llevadera la vida acorde a la voluntad de Dios. Pero ante su cercana “salida de este mundo”, se reafirma la necesidad de cumplir los mandamientos de la Ley de Dios ofreciendo un camino seguro para cumplir la voluntad de Dios. Nunca se ha rechazado la Ley de Dios solo se ha cambiado la motivación para cumplirlos: el amor de Dios para con nosotros, para con todos. Por eso, será importante la acción del Espíritu Santo, el Defensor, el Espíritu de la Verdad, el que nos guiará justamente por este camino seguro con la adecuada motivación. Por eso, aunque Jesús vuelve al Padre, en realidad no se irá, pues una vez cumplida su misión (su sacrificio en la cruz) vendrá resucitado y, junto con el Padre, hará morada en el creyente. Estamos hablando de una nueva forma de hacerse presente en medio de la comunidad.

Estamos en la última etapa del tiempo pascual que para el evangelio de Juan es también el tiempo del Espíritu, y que la liturgia encamina hacia el domingo de Pentecostés. Con la fuerza del Espíritu se emprende nuevos caminos para la misión, una misión que como ayer tiene sus momentos de alegría y de angustia; pero que jamás se detendrá mientras exista un corazón lleno de Dios que quiere irradiar la Buena Nueva por doquier. Con la fuerza del Espíritu se procurará dar razón de nuestra esperanza, no pensando que estamos en una especie de competencia entre las diversas ofertas de religión o de confesiones que se dan en el mundo, sino propiciando más bien un testimonio de que somos felices haciendo el bien a los demás y no desmayaremos en responder con respeto y paciencia a toda reacción ante lo que hacemos y profesamos. Este es el convencimiento que nos motiva: el del perdón y la paz espiritual. Con la fuerza del Espíritu hacemos presente a Dios Padre y a su Hijo en los corazones de los hombres que decidan aceptar la fe y para ello debemos trabajar mucho en la coherencia de vida: lo que profesamos debemos vivirlo día a día. ¿Quieres amar a Dios? ¡Cumple los mandamientos! ¡Construye en tu corazón la morada de Dios! Y solo así, nos podremos unir al salmista e invocar este salmo 65, que anuncia que toda la tierra “aclama al Señor” y con él daremos testimonio con fuerte voz: “Bendito sea Dios que no rechazó mi súplica ni me retiró su favor”

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