Eduardo Mendoza Garcia, Parroco

La esperanza en una vida futura surge en Israel en una época muy tardía, a partir de la experiencia terrible del exilio. La influencia de la religiosidad persa y el pensamiento griego, fueron configurando la escatología judía en los siglos previos a la venida de Jesús. Los cuestionamientos en torno a la pregunta acerca de lo que vendría después de la muerte se toman en consideración en la reflexión acerca de la partida de los hombres justos que sufren sin ver en vida cierta retribución. Poco a poco va surgiendo la esperanza en una vida perdurable y los profetas post exílicos empiezan a retratar la vida placentera del más allá con elementos propios de nuestra realidad: comer, beber, gozar, descansar. De esta forma, es el mismo Dios quien ahora sirve a sus hijos más fieles y justos, erradicando para siempre la muerte, y preparando un banquete de saciedad y felicidad en la Jerusalén restaurada. Toda una proyección del goce terrenal a una dimensión celestial. Pero hay un dato muy novedoso en todo esto: también podrán acceder – de algún modo – los que no pertenecen al pueblo de Israel (alusión a las naciones). Ya en tiempos de Jesús, esta escatología se hallaba sustentada en la resurrección de los muertos, especialmente para los fariseos, superando, por tanto, esta realidad terrenal, pero continuando con el lenguaje simbólico para describirla. Ahora bien, la parábola del evangelio de este domingo, muchas veces ha sido explicada en la perspectiva del final de los tiempos, pero más bien, tiene mucha más sintonía con la denuncia profética de la parábola de los viñadores asesinos. Esta parábola tiene dos partes muy claras y distintas, unidas luego por el redactor final. La primera, no hace sino hacer una réplica de la oposición de Israel al proyecto de Dios – representado por la no asistencia a la boda del hijo del rey, Cristo, – no haciendo caso a los profetas y a los mensajeros; y su consecuente rechazo por parte de Dios a su pueblo elegido por no haber acogido esta buena noticia entregando a Jerusalén a la destrucción (año 70 d.C.). La nueva invitación se abre ahora para los paganos, todos cuantos está en los cruces de los caminos, malos y buenos, quienes acogen el evangelio y aceptan la misión de la comunidad cristiana. Ahora bien, la segunda parte, introduce una cuestión particular: el traje adecuado para la boda. Es preciso que el pagano renuncie a su vida pasada y se abra plenamente a la fe en Cristo y todo lo que implica esto para su desenvolvimiento en la sociedad en la que vive. Estamos ante la conversión necesaria que no basta con una aceptación o confesión de boca sino un exigente “nacer de nuevo” a la vida. Obviamente, quien lo entienda así estará preparado para ese banquete definitivo de “las bodas del Cordero” que se dará al final de los tiempos, pero ya es preciso que el banquete celestial se dé en esta tierra, la fracción del pan, signo de pertenencia a la comunidad, y en esto solo pueden participar los que configuran su vida en Cristo. Pablo ha demostrado justamente el significado de su conversión a Cristo: ya en abundancia o en austeridad, jamás renunció a su misión y se ha visto fortalecido en la debilidad puesto que sus amigos filipenses le apoyaron cuando más lo necesitaba confirmando así la providencia divina para con él y el cumplimiento de su tarea. Nuestra esperanza está en el Señor y nos puede gustar la imagen del banquete exquisito para hablar de la voluntad salvífica de Dios, pero esta condición de salvados la debemos manifestar aquí y ahora, especialmente en la comunión eucarística, paso decisivo para prepararnos convenientemente a donde nos llevará el Buen Pastor, hacia los pastos verdes y las fuentes tranquilas, para habitar en su casa por años sin término.

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