Queridos hermanos:

Los acontecimientos a nivel político que estamos viviendo en nuestro país nos están dejando muchas conclusiones, aunque no necesariamente buenas. Por ejemplo, todos hemos sido testigos de cómo la definición de “política” ha dejado de ser la búsqueda de bien común (así la definió Aristóteles) y se ha convertido, en muchos de los casos, en la búsqueda del propio beneficio. Pareciera que, en la actualidad, detrás de cada decisión política hay un criterio egoísta, cuando en esencia las decisiones políticas deben buscar el beneficio de la mayoría. Sin embargo, estos últimos sucesos de los que hemos sido testigos nos han mostrado cómo el egoísmo y el propio interés no solo han contaminado las decisiones políticas, sino también a la manera de ejercer la justicia. La justicia también ha sido atrapada por el egoísmo, y la prueba está en que también las leyes pueden ser usadas para buscar el propio beneficio, incluso con perjuicio de la otra parte litigante. Se supone que las leyes han sido creadas para asegurar un orden y un equilibrio en la sociedad, pero, lamentablemente son usadas con criterios egoístas, haciendo que pierdan su verdadero sentido y se conviertan en un arma para hacer daño al contrincante.

Esta problemática que en los últimos días nos ha saltado a la cara muestra también que la justicia, por sí sola, no tiene la capacidad de aportar al bien común, que es el objetivo de toda ley y, en general, de toda sociedad organizada. La definición de justicia usada desde hace años es “darle a cada cual lo que se merece”. Por años se pensó que esta definición era perfecta, de la misma manera como las culturas milenarias consideraban a la llamada “ley del talión” (“ojo por ojo y diente por diente”) como la ley más perfecta. La realidad ha mostrado que ni la ley del talión ni la visión de justicia como retribución son perfectas; al contrario, solo contribuyen al círculo vicioso del egoísmo y de la venganza. “Si la haces, la pagas”; ésta es la idea que está detrás de la clásica visión de la justicia. Para superar esta dimensión egoísta que tiene la justicia, le hace falta una gran cuota de desprendimiento, una visión mucho más relacional. Quizá lo que nos muestra el evangelio en este domingo pueda contribuir a que la justicia sea más perfecta de lo que es hoy.

El evangelio de este domingo toca el tema de la justicia desde el punto de vista de Dios. Nos muestra cómo es la justicia divina, que debería ser el prototipo de la justicia humana. En la parábola se nos narra la historia del dueño de una finca que contrató a muchos trabajadores a distintas horas del día (Cf. Mt 20,1-16). A cada uno de ellos les pagó lo mismo, tanto a los que trabajaron todo el día como a los que trabajaron solo una hora. La idea de la justicia divina nos viene descrita en la parte final del texto. Se nos dice que los que estuvieron trabando todo el día se quejaron porque les tocó el mismo pago que los que trabajaron solo una hora: “Cuando les tocó el turno a los que habían entrado primero, pensaron que iban a recibir más; pero cada uno de ellos recibió también el salario de un día. Al cobrarlo, comenzaron a murmurar contra el dueño, diciendo: “Éstos, que llegaron al final, trabajaron solamente una hora, y usted les ha pagado igual que a nosotros, que hemos aguantado el trabajo y el calor de todo el día”.” (Mt 20,10-12). Esta queja, aparentemente justa, olvidaba que los criterios de Dios son distintos a los criterios del hombre o, dicho con las palabras del profeta Isaías que aparecen en la primera lectura de hoy, “mis ideas no son como las de ustedes, y mi manera de actuar no es como la suya” (Is 55, 8-9). Dios se apoya en un criterio mucho más sublime que el de “darle a cada uno lo que se merece”. Lo expresa la parábola de la siguiente manera: “Amigo, no te estoy haciendo ninguna injusticia. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el salario de un día? Pues toma tu paga y vete. Si yo quiero darle a éste que entró a trabajar al final lo mismo que te doy a ti, es porque tengo el derecho de hacer lo que quiera con mi dinero.” (Mt 20,13-15).

Esta es la definición de justicia de Dios: “darle a cada uno más de lo que se merece”. Como vemos, el criterio es distinto al que tiene el mundo. Ya no se trata solo de una cuestión de retribución, sino de caridad. La idea es causar el mayor beneficio, siempre. Si nos fijamos en la historia de las relaciones entre Dios y los hombres, siempre veremos a Dios actuando con justicia divina, es decir, dando más de lo que la fidelidad del hombre merece. La caridad no puede actuar de otra manera, y Dios es caridad pura. La caridad, pues, es la clave de la justicia divina, es lo que hace que se nos dé más de lo que merezcamos, porque la caridad siempre busca el bienestar del otro. Y esto es, precisamente, lo que le falta a la noción de justicia para que sea perfecta. Frente a la idea que dice que a cada uno se le debe dar lo que merece, aparece una más sublime que apela a dar más de lo que cada uno se merece; frente al “ojo por ojo, diente por diente”, están las invitaciones a “poner la otra mejilla”, “amar a los enemigos”, “hacer el bien a los que nos odian”.

Queridos hermanos: las circunstancias actuales nos muestran que la justicia sola no basta para construir una sociedad mejor. El Reino de Dios no se sustenta en una justicia humana. Si no hacemos lo posible por sumarle a nuestra justicia los criterios de caridad, la plenitud del Reino de Dios estará aún muy lejos. Y esto, no solo a nivel de nuestra sociedad en general, sino también en nuestras relaciones diarias. Si pensamos un poco más en el beneficio del otro y un poco menos en nuestro propio beneficio, aun si ese “otro” es el que nos está causando algún mal, nos pareceremos al dueño de la viña de la parábola, nuestra justicia se parecerá a la de Dios y ya no tendremos que ser testigos de espectáculos tan lamentables como los que hemos visto en estos días de parte de los políticos. Basta con que nosotros cambiemos nuestra manera de reaccionar ante las injusticias, aunque los políticos y los que imparten justicia en nuestro país no lean esta reflexión.

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