Queridos hermanos:

No sé si hay en los evangelios otra figura que sea más controversial, más visceral, más emocional, más voluble, más frágil y, precisamente por eso, más humana, que la de Pedro. En el texto evangélico que leemos este domingo, es Pedro el protagonista junto con Jesús. Les invito a que reflexionemos juntos sobre el papel de este personaje tan importante en la vida de Jesús, en la vida de la Iglesia y, de paso, también en nuestras vidas.

Según lo que nos dicen los evangelios, Pedro era pescador, estaba casado (quizá con hijos) y, probablemente sus únicas posesiones eran sus redes y su barca. No podemos decir que era un tipo instruido ni adinerado, pero sí que en el tiempo en que conoció a Jesús ya tenía su vida hecha. Aunque esto no aparece en el texto evangélico de este domingo, el mismo san Mateo nos dice que cuando Jesús lo invitó a seguirle, Pedro automáticamente “dejó las redes y lo siguió”, junto con su hermano Andrés. Así, ambos se convirtieron en los primeros discípulos de Jesús (Cf. Mt 4,18-20). Aquí está el primer dato importante de Pedro: siguió a Jesús de manera casi automática. Pensemos que, a estas alturas, Pedro ya tenía familia y su vida estaba encaminada; sin embargo, al escuchar la invitación de Jesús, no lo pensó dos veces, no puso pretextos, no se aferró a lo suyo, y decidió seguirle. Así era Pedro, no pensaba, sino que reaccionaba según sus emociones; no era de los que ponen en una balanza los “pro” y los “contra” de sus decisiones, sino que actuaba según sus instintos o lo que en ese momento le dictaba el corazón. Quizá vio en Jesús algo especial, o algo en sus ojos o en su manera de hablar le atrajo lo suficiente como para relativizar todo lo que tenía. Algunos quizá puedan criticar la decisión apresurada de Pedro, el poco interés que mostró en su familia o la manera como se fio de un desconocido. Hay personas que actúan así en sus decisiones: muchos les dicen “inmaduras” y otros les llaman “emprendedoras”. Lo cierto es que, en la historia de la humanidad, los que han abierto nuevos caminos de progreso, han sido los que han actuado como Pedro.

Como fue de los primeros discípulos de Jesús, Pedro fue testigo de todo su ministerio desde un inicio. No se perdió nada de lo que dijo e hizo Jesús. Estuvo a su lado en el sermón de la montaña cuando Jesús estableció una nueva ética muy distinta a la que hasta ese momento había sido la suya, pero más lógica y acorde con sus ideales; estuvo con él cuando proponía en parábolas una nueva manera de entender al mundo, a Dios, a la religión y al hombre; fue testigo de esas obras que solo alguien enviado por Dios puede realizar: los milagros. Y después de un tiempo de vivir con él y con otros discípulos, participó de un momento íntimo y familiar, que es el que nos describe el evangelio de este domingo. En efecto, lo que encontramos aquí es un momento en el que Jesús se toma un tiempo para estar a solas con su nueva familia y para evaluar, con ellos, lo que había sido su ministerio hasta ese momento. Las preguntas que Jesús les hace a sus discípulos en esa ocasión las podemos resumir de la siguiente manera: “Después de todo lo que han visto y oído, díganme ¿quién soy?”. Los demás discípulos no respondieron correctamente a las preguntas, quizá porque a esas alturas aún no habían logrado captar la identidad de Jesús, o quizá porque por un exceso de razonamiento para responder correctamente optaron por lo más fácil, es decir, dar opiniones de otros: “Algunos dicen que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros dicen que Jeremías o algún otro profeta” (Mt 16,14). Pedro fue el único que dio en el clavo. Precisamente, quien tenía más corazón que razón, quien era conocido por no medir sus palabras, el que tenía más sensibilidad y conocía a Jesús desde un inicio, fue el que volvió a apostar por una respuesta novedosa pero atrevida, como cuando dejó su familia y sus redes. Su respuesta fue producto de lo que hasta ese

momento había sentido en su corazón al ver y escuchar a Jesús. No fue una respuesta pensada, más bien fue inspirada: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,16). “Mesías”, “Hijo de Dios”: este fue el gran aporte de Pedro a la teología. Y lo curioso es que no le hizo falta mucha filosofía para darse cuenta de la identidad de Jesús; todo lo dedujo con su corazón. Y es que a Jesús primero se le conoce con el corazón y luego con la cabeza; primero nos enamoramos de él, luego reflexionamos sobre él; primero le debemos escuchar y ver, luego le debemos obedecer.

Es cierto lo que dicen algunos, que es muy riesgoso actuar solamente con los impulsos del corazón sin poner a las decisiones una gran cuota de razonamiento. Así como las decisiones que han brotado de las sensaciones han sido las que han causado los mayores avances en el mundo, también las grandes equivocaciones han surgido de decisiones no lo suficientemente pensadas. A Pedro también le tocó “patinar” en algún momento por no usar su cabeza y dejarse llevar solo por lo que sentía. En el evangelio de este domingo se nos dice, por ejemplo, que después de la gran proclamación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios por parte de Pedro, vino una de las más grandes reprimendas que salieron de la boca de Jesús. Pedro no quería que su amigo, su Maestro, aquel por el que había dejado todo, aquel que le hacía hervir la sangre con sus palabras y que le movía el corazón con sus discursos de un mundo nuevo de lleno de Dios, fuera a Jerusalén para ser maltratado y ejecutado. Demasiado duro para alguien que vive con el corazón en la mano. El anuncio de Jesús de su muerte cercana trastornó a Pedro y le provocó otra vez una respuesta atrevida y poco pensada: “¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Esto no te puede pasar!” (Mt 16,22), lo que en lenguaje coloquial quiere decir: “¡Sobre mi cadáver!”. Pedro no sabía que el destino de Jesús ya estaba trasado y que la muerte en la cruz era parte del plan de redención. Era mucha teología. Él solo quería estar con su amigo un tiempo más.

Sin embargo, a la larga, es preferible equivocarse por amar más y calcular menos, que equivocarse menos por ser egoísta al calcular en el amor. Pedro era visceral, sentimental, humano. Cuando amaba, se entregaba de verdad. No ahorraba sus sentimientos. Para algunos, estas características son debilidades. Otros, en cambio, piensan que un verdadero líder debe tener mucho corazón antes que buenas ideas. Jesús pensaba de esta manera, por eso le encargó a Pedro ser el líder de su comunidad para el momento en que él ya no estuviese presente físicamente: “Yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,18-19). ¿Por qué Jesús le dio tanta responsabilidad a alguien que había demostrado no tener lo que hoy los psicólogos llaman “inteligencia emocional”? ¿No hubiese sido mejor dársela alguien más ecuánime, recto e inconmovible? Si su sucesor iba a ser su representante en la tierra, lo mejor era darle el pontificado a alguien que se pareciera a él. Y Jesús demostró muchas veces ser como Pedro: actuó movido por la compasión ante el hambre de la gente, por el dolor ante la tragedia humana, por su irritación cuando no se hacían las cosas como Dios manda. De esta manera Pedro era el mejor representante de Jesús porque amaba como él y se entregaba como él. El líder cristiano debe ser así: amante, sentimental, sensible, sin ahorros en el amor. Los líderes tipo militar no representan a Jesús. Con Pedro, Jesús y muchos otros, ha quedado demostrado que solo con los que tienen el amor a flor de piel y no calculan sus decisiones, el mundo avanza hacia la perfección. Pensar demasiado, a veces, paraliza.

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