Queridos hermanos:

Una vez más la Iglesia nos presenta, en el evangelio de este domingo, el discurso de Jesús sobre el Reino de Dios que se encuentra en san Mateo. En esta ocasión se nos narran tres parábolas, y cada una de ellas expresa una dimensión o característica del Reino de Dios. Veamos.

La primera de ellas es la parábola llamada “del trigo y la cizaña”. Tal como sucedía con la parábola del sembrador de la semana pasada, esta parábola viene ya con su propia interpretación hecha por el mismo Jesús. Se nos dice en esta historia que un hombre sembró trigo, luego que un enemigo sembró al lado la cizaña, que estos crecieron juntos por orden del dueño del campo y que recién en el tiempo de la cosecha se produjo la quema de la cizaña. El mismo texto nos aclara que el campo es el mundo, la semilla son los ciudadanos del Reino, la cizaña los partidarios del Maligno sembrados por el diablo y que la cosecha en el fin del mundo. ¿Cuál es el aspecto del Reino que se destaca aquí? Precisamente aquel que tiene que ver con el crecimiento del trigo y la cizaña, uno al lado del otro. Las personas que han decidido vivir siguiendo la voluntad del Dios, es decir, los ciudadanos del Reino, tienen que saber que solo por el hecho de optar por Dios no se va a acabar el mal en el mundo. Lamentablemente, el mal es una realidad que convive con nosotros, lo tenemos al lado, muy cerca, y a veces hace que nos desviemos de nuestro camino hacia el cielo. El diablo no quiere que vayamos a Dios, por tanto, hace lo que sea para crear en nosotros miedos, angustias, dudas de fe, tentaciones, con el fin de que poco a poco nos alejemos de Dios. Sabiendo esto, los cristianos tenemos que ser astutos para no dejar que el mal nos aparte de Dios. El ciudadano del Reino debe saber sortear la cizaña, con la confianza de que estamos apoyados en quien venció al mal. Según la parábola, al final, el bien triunfará y, junto con él, los cristianos que no se dejaron vencer.

La segunda parábola es conocida como la del “granito de mostaza”. Aquí encontramos otro aspecto del Reino de Dios. Dice que Jesús que el Reino se parece a una semilla de mostaza que, al principio, es la más pequeña de todas y que, luego, se convertirá en un árbol frondoso en el que se posarán todas las aves. Según esto, podemos deducir una característica más del Reino de Dios: es imperceptible al inicio. Esto va en la línea de una virtud que Jesús siempre estimó conveniente: la humildad. Si Dios mismo es humilde, Jesús también lo fue y recomendó a sus discípulos que lo fueran, es de suponer que la implantación del Reino en este mundo no iba a realizarse de una manera contraria a la humildad de Dios. A Dios no le gustan las fanfarrias ni es partidario de acciones ostentosas; él actúa con la humildad, de manera sencilla, sin hacer mucho ruido. El Reino de Dios es igual: la transformación del mundo es imperceptible al inicio porque se realiza en la humildad. El Reino de Dios comenzó con un pequeño discurso, con unos cuantos milagros, tan pobres que muchos incluso dudaban del poder de Jesús y de su pretensión de cambiar el mundo. Incluso hoy, podemos encontrar cristianos con esa duda, que anhelan una acción poderosa de Dios, algo grande y evidente que haga incuestionable su presencia. No, así no es Dios ni el Reino. El Reino de Dios está presente de forma humilde; quizá por eso algunos aún no lo notan, pero allí está: ya hay personas, familias, grupos sociales que ya han decidido vivir según Dios y han sido transformados. Es cierto que, como dijimos en el párrafo anterior, también existe el mal en el mundo, señal de que el Reino todavía no está consumado; pero si nos atenemos a la parábola, sabemos que ese grano de mostaza se convertirá en un árbol frondoso, es decir, llegará un momento en que el Reino será evidente para todos, y todos querrán entrar en él. Mientras tanto, paciencia, humildad y a colaborar con la construcción del Reino.

Por último, la tercera parábola que se nos presenta en este evangelio es la parábola de “la levadura”, que trata de una mujer que le pone un poco de levadura a su masa y hace que toda ella fermente. Esta parábola tiene mucha relación con la anterior. El Reino, que al principio es imperceptible, se convertirá en un árbol frondoso que implica la transformación de todo el mundo gracias a dos fuerzas que deben actuar al unísono. La primera es el poder de Dios. El Reino de Dios es, en primer lugar, proyecto de Dios y regalo suyo, y es él quien suscita el movimiento de transformación del mundo. La segunda fuerza es el empeño humano en la consumación del Reino. “A Dios rogando y con el mazo dando” dice este refrán que bien se puede aplicar aquí. Para que el mundo quede convertido en Reino de Dios hace falta también nuestro compromiso, nuestra decisión de cambiar nuestras vidas para hacer la voluntad de Dios. Si nosotros cambiamos, nuestra familia cambiará; si cambia nuestra familia, mejorará nuestro barrio y la sociedad; y si la sociedad comienza a vivir según los criterios de Dios, el mundo se irá pareciendo poco a poco al proyecto propuesto por Jesús. Nosotros somos, pues, la levadura que debe transformar la masa del mundo.

Como vemos, estas parábolas nos aclaran algunos aspectos de Reino de Dios. Lo más evidente es que este Reino que Jesús comenzó con sus palabras y obras, después de dos mil años, todavía no ha llegado a su plenitud. Lo notamos porque todavía hay mucho mal en el mundo: la gente sigue muriendo, aún hay enfermedades, el pecado ronda por todas partes, la injusticia es el pan de cada día. Los ciudadanos del Reino tenemos que saber vivir con eso, pero no para acostumbrarnos, sino para cambiarlo. Este es el mensaje de las tres parábolas: el mal está ahí como la cizaña al lado del trigo, pero al mismo tiempo el mal está destinado a ser vencido por la fuerza del bien, porque Dios es más fuerte y porque la idea es que poco a poco el cristiano se vaya comprometiendo con esta pelea. Somos trigo y levadura, pequeños y humildes ahora, pero con una gran fuerza transformadora. No la desaprovechemos.

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