En el transcurso de los domingos precedentes hemos celebrado diversas fiestas y solemnidades que nos han servido para fortalecer y profundizar en nuestra vida de fe como un proceso continuado de acercamiento a los misterios de Dios: La Ascensión, Pentecostés, La Santísima Trinidad, el Corpus Christi.

Ahora volvemos a lo que se denomina, desde una perspectiva litúrgica, el Tiempo Ordinario. El evangelio de este domingo nos presenta, en primer lugar, la reacción que tiene el Señor ante aquellas personas que dudan de su autoridad como Hijo de Dios porque creen que le proviene por obra del Maligno (Belzebú o Satanas) (Mc. 3,22) y no como gracia y don del Espíritu del Dios. El Señor considera esa incomprensión y duda como un rechazo a la misericordia y bondad de Dios y por eso considera esa actitud como “un pecado y blasfemia contra el Espíritu Santo” (Mc. 3,29). Esta actitud de los fariseos y letrados del Pueblo de Israel pareciera que no nos incumbe o influye en nuestras propias experiencias de la vida. Sin embargo, tal vez a menor escala, sí nos puede suceder que perdamos el horizonte de la fe y la confianza en Dios especialmente ante las pruebas y las dificultades de la vida y demos prioridad para la superación de nuestras propias limitaciones a otras “fuerzas” que son distintas o hasta incompatibles con la gracia y la iluminación del Espíritu de Dios.

En segundo lugar, el Señor reafirma que su madre y sus hermanos son “quienes cumplen la voluntad de Dios” (Mc 3,35). Jesús sentía un profundo a mor por su Madre, la Virgen María, como queda demostrado tantas veces en el Evangelio pero la verdadera familia de Jesús traspasa las fronteras biológicas y étnicas y se pone en el plano de la fe. La familia del Señor la constituyen todas las personas que tienen un profundo sentido de identidad, pertenencia y compromiso con el Señor y la Iglesia y hacen “la voluntad del Padre”. La familia de Jesús no se consigue sólo ni prioritariamente por una herencia recibida, muchas veces de forma rutinaria, sino por las propias convicciones personales, el seguimiento del Señor, la aspiración a la santidad permanente y el testimonio de vida. Al vivir cerca de Jesús formamos su familia por el vínculo de la fe que nos posibilita el mismo bautismo renovado por los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía, por la oración y por el encuentro gozoso en nuestras propias relaciones interpersonales cuando se cimientan en el vínculo del amor y de la caridad fraterna.

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