50 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL Y MISIONERA – VIII

VIII

DOS MILAGROS DE SAN JOSE

“Mira mi abatimiento y líbrame,

Porque no olvido tu voluntad;

Defiende mi causa y rescátame,

Con tu promesa dame vida”.

(Salmo 118).

          Al comenzar  el tercer año de latín los dos compañeros de mi curso se quedaron en sus casas. Solamente como ave solitaria llegó Socorrillo. Los sacerdotes que tenían plena confianza en aquella ave solitaria, intentaron llevarla a uno de los seminarios menores de los Padres Paúles de la Península. Fracasó el intento de llevarla a Pamplona. Se escribió a la escuela apostólica de Tardajos (Burgos) y la respuesta fue: que se venga el canario, hay una cama para él.

Se preparó el viaje y el ave solitaria emigró a la Península en la primera semana de febrero del año cuarenta y tres. Manolo se sentía feliz con el cariño y confianza de sus profesores. No tenía duda de su vocación y estaba lleno de ilusión. ¡Merecía la pena aquella aventura! El último día lo pasé en casa. Mi madre nunca dudó de la vocación de su “estrambótico” hijo. Ella misma preparó la maleta, había de todo, ropa de invierno y cualquier cantidad de pan tostado y barras de chocolate. Madre, ¿para qué tanto? Cállate la boca, a lo mejor vas a pasar hambre por el camino o cuando llegues al seminario. ¡Qué visión la de aquella mujer!

          Mi Padre callaba y rezaba mucho por su hijo, pero dudaba de su vocación, no me lo explicaba. Tal vez  porque era tan distinto a Pedro. Hubo algún vecino que decía lo mismo, Pedro sí que tenía vocación, pero Manolo tiene más cara de enamorado que de cura. Momentos antes de partir para Las Rehoyas, me llamó  aparte y me dijo: “Manolo, tu sabes que la vocación viene de Dios, si en la Península descubres que no tienes vocación, te vuelves, más vale ser un buen cristiano que un mal sacerdote. La misma frase se la había oído varias veces a mi tía Agustina. Seguramente quedaron impresionados por algún sermón sobre los malos sacerdotes.

          No hubo lágrimas en la despedida, sino alegría desbordante de todos. El P. Diosdado Sánchez me llevó por la noche al barco. Aprovechó la ocasión para animarme una vez más, diciéndome que iba bien recomendado: “les mandamos un chico con algunos problemas en el lenguaje, pero con vocación y capacidad de sobra para hacer los estudios sacerdotales”.

          El barco lucía bien claro su nombre: ¡Domine! Como ya sabía algo de latín, me dije, me embarco en un “señor” barco. Pasé casi tres días muy divertido. Sin pedir permiso metía mis narices en todos los rincones, parecía que estaba hecho para ser marinero. A los dos días, después del almuerzo, el barco hizo un círculo perfecto, para recoger dos barcazas, restos de la guerra que se libraba en Europa. En la madrugada del último día, cuando faltaban unas horas para llegar a Cádiz, me convertí en bombero, ayudando como podía a sofocar el fuego en una de las bodegas. Ya se había pedido auxilio, pero sólo fue un susto.

          Todos los Padres y Hnos. en Cádiz y Madrid fueron cariñosos y amables con el canario, proveyéndole siempre con una bolsa con emparedados y fruta para el viaje. En Burgos me esperaban un grupo de seminaristas. Los primeros días, digamos, no lo pasé mal. Era natural que muchas cosas me chocaban, empecé a sentir el frío, en la huerta había todavía nieve, estábamos en pleno invierno. Los apostólicos eran todos simpáticos y muy amables. El canario era para ellos de otro planeta, cuando llegaba el recreo, hacían un círculo alrededor del isleño, que se hacía querer, contándoles todas las hazañas de su vida. Cuando les hablaba del mar y de los tres días de la travesía, se quedaban con la boca abierta, no habían visto nunca el mar.

          Mi purificación. A medida que pasaban los días y las primeras semanas, aquel cambio brutal de las Rehoyas a Tardajos se me hacía insoportable. Los efectos de nuestra guerra civil y la europea, se sentían más  en la Península que en Canarias. La comida era mala y poca, el chocolate y el pan tostado duró muy poco, porque se expandió rápidamente el buen olorcito por todo el seminario y eran muchas las manos extendidas junto a mi cama. ¡Qué lejos quedaban mis plátanos y mi gofio de la “Hoya de la gallina”! Y aquella mesa espléndida, bien servida por el Hno. Ángel Mur, que era nuestro verdadero ángel, y de los cuidados maternales de Dña. Pino Apolinario, que había puesto su finca a disposición de aquellos futuros apóstoles. Mis cartas a Canarias iban rebozando de alegría, mejor dicho, rebozando de mentirillas piadosas.

          ¿Llegué a dudar de mi vocación? ¡No! lo que no tenía vocación era para pasar hambre, nadie me había enseñado el arte que tuvieron los santos para no comer o comer poco. Hasta tres veces preparé la maleta, para volverme a mi isla dorada, pero cuando iba a la habitación del superior para comunicarle mi decisión, algo o alguien, se interponía en el camino. Tal vez era el orgullo y la vergüenza que había en mi corazón, o tal vez eran mis hermanos Pedro y María, que desde el cielo me gritaban: ¡Estás loco…, quieres ser misionero y a la primera prueba te echas atrás! Por diferentes motivos, Pedro y María, durante toda mi carrera, estuvieron presentes en mi mente y en mi corazón, hasta me encomendaba a ellos como si fueran dos santos canonizados.

 

San José me hizo el milagro. Mi padre nos había inculcado la devoción a San José, aconsejando a todos sus hijos cada año, para hacer los siete domingos al  santo y además, era el patrono de los seminarios. Había sido el primer rector del primer seminario de Nazaret, “donde creció en edad y sabiduría”, el primer seminarista, Jesús el Hijo de Dios. Me propuse rezarle un Padre Nuestro al santo todas las noches antes de acostarme. A los pocos días  volvió la paz a mi alma de una manera extraordinaria, si se me hubiera aparecido en persona san José, no me habría quedado más tranquilo. Faltaban dos meses para acabar el curso, cuando los alumnos de cuarto y quinto se levantaron en huelga: “Todos a una como en Fuenteovejuna”, se fueron al Sr. Superior y le dijeron: o mejora la comida en cantidad y calidad, o se adelantan los exámenes para volver antes a casa. El superior llamó al canario, le parecía una persona seria y le preguntó de frente: “¿qué te parece la actitud de los alumnos?”. Me parece Padre…, me parece que tienen toda la razón del mundo. Yo Padre…, estoy pasando la prueba más grande de mi vocación…, yo estoy pasando hambre. Me echó sus brazos sobre mis hombros y me dijo cariñosamente: vamos a poner remedio a estos males.

          A los pocos días apareció un rebaño de ovejas en la huerta y fueron cayendo de tres en tres y los carros cargados de papas llegaban con más frecuencia al seminario. Se acabó el curso, se fueron los seminaristas de vacaciones y el canario se quedó dueño de la situación. Volvió a ser el pájaro frutero de la “Hoya de la gallina”. No había higueras, ni durazneros, pero la huerta estaba llena de perales, manzanos, ciruelos, etc., etc. Y comenzó a almacenar grasa como lo hacen los camellos en la joroba, para prepararse a cruzar el desierto del nuevo curso.

          Una anécdota muy evangélica. Una semana antes de abrirse el curso llegaron todos los seminaristas, venían felices con caras redondas y sin arrugas. Llamó la atención Eliseo Villafruela, alumno de cuarto curso. Parecía una bola a punto de estallar. Algunos le preguntamos: ¿Qué has hecho para engordar tanto? Y respondía sonriendo: “comí pan, sí, mucho pan, de la mañana a la noche. También recé mucho para que no nos falte el pan en el presente curso”. Tuve la suerte de acompañarle en el noviciado y en los estudios de filosofía y teología. Lo vi siempre piadoso y muy estudioso, sin perder en las recreaciones su jovialidad, que le era tan propia. En Venezuela hizo historia, por su saber y por su santa vida misionera. Fue uno de los primeros misioneros que se lanzaron por la “Radio” con sus encendidas charlas pastorales. Entrado en años viajó a España para pasar unos días de vacaciones con sus familiares. Estaba en la Casa Central de Madrid, celebró la Eucaristía por la mañana en la Basílica de la Milagrosa. ¡Qué suerte la suya! Saliendo de la sacristía se desplomó y su bendita alma voló a la Bienaventuranza Eterna, después de celebrar la santa Misa. Es como para unirnos a los Ángeles del cielo para cantar:

    ¡Gloria a Dios, Aleluya, Aleluya!

          San José vuelve hacerse presente. En el veranodel año cincuenta y tres los jóvenes sacerdotes pasábamos los últimos meses en Londres. Habíamos terminado la carrera sacerdotal y nos disponíamos a recibir los destinos. Se solicitaban voluntarios para nuestra misión de la India, los demás recibían órdenes y a volar, unos a México, otros a Cuba, Venezuela, Perú. Tres de la promoción ya estaban en Norteamérica camino de Filipinas. Por aquellos días recibimos la oportuna visita de Mons. Pablo Tobar, obispo de la misión de Cuttact de la India. Nos habló y nos dijo que necesitaban, al menos tres sacerdotes para la India. Sería probablemente la última ocasión, para ingresar libremente a aquella nación. La ley prohibiendo la entrada a los  misioneros era inminente.

          Se corrió la voz que tres cartas marchaban a Madrid al P. Provincial y su Consejo. El P. Socorro que pasó toda la carrera lleno de admiración por aquellos misioneros, algunos murieron a temprana edad, víctimas de la malaria,  pensaba que no estaba llamado por su dificultad para las lenguas, pero fue uno de los tres que envió su carta. Llegó setiembre y llegaron los destinos Un solo misionero para la India, el de la suerte fue el P. Socorro, todos aplaudieron, todos lo felicitaron. Con el destino recibía también la orden de quedarse un año más en Londres, para perfeccionarse en la lengua inglesa. Mientras todos preparaban su viaje para Madrid, el P. Socorro escribe a Canarias: me voy de misionero a la India, den gracias a Dios, estoy muy ilusionado. Me quedaré un año más en Londres, ustedes que pacientemente me han esperado casi once años para verme, ofrezcan al Señor el sacrificio de esperar otro más.

          Llegó la carta y mi madre se la mandó a mi hermana Paca, que había emigrado a Venezuela hacía seis meses. Ocho días después, vísperas de la partida de los sacerdotes, llega un cable urgente de Madrid: ¡Que se venga también el P. Socorro! ¿Qué había pasado? De la noche a la mañana los responsables cambiaron de opinión y resolvieron mandar un sacerdote más al Perú, a costa de la misión de la India. Padre Socorro, le dijo su Provincial en Madrid, usted irá de todos modos a la India, pero a la India del Perú, donde le esperan con los brazos abiertos. Una nueva carta desde Madrid: ya no voy a la India, iré al Perú. Preparo viaje en Iberia, en uno de los vuelos del sábado: Madrid, Las Palmas, Venezuela. Estaré un mes en Canarias y unos veinte días con mi hermana Paca en Caracas. La carta la envió mi madre igualmente a Venezuela.

          A las pocas horas de mi llegada a Venezuela, en las alturas de Maiquetía, era de noche, me dice mi hermana Paca:- ¿sabes por qué  te cambiaron el destino? Bueno, cosas de Dios – le contesté – ¿Sabes por qué vas al Perú? – Cosas de Dios Paca – Claro, cosas de Dios, pero porque S. José se lo pidió al Señor – Te contaré: “cuando llegó tu carta en la que anunciabas que te ibas a la India, pasé casi toda la noche llorando. Pensé que ya no te vería más, tú en la India donde los misioneros se van y ya no vuelven, y yo desterrada en América. Como había oído que S. José lo alcanza todo, empecé durante nueve días a pedirle que te cambiaran el destino y que vengas a América como vienen otros misioneros. Pasaron ocho días y llegó tu segunda carta”. ¡Aleluya, Aleluya, Gloria a Dios!  Paca,  fue santa Teresa de Jesús la que dijo: “Tengo experiencia que S. José lo alcanza todo, y el que no me crea, que lo pruebe”.

¡Gloria a Dios, Aleluya, Aleluya!

  “Mira cómo amo tus decretos,

Señor por tu misericordia dame vida;

El compendio de tu palabra es la verdad,

Y tus justos juicios son eternos”.

(Salmo 118)

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