50 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL Y MISIONERA – IX

IX

ATANDO  CABOS  SUELTOS

“Grandes y maravillosas son tus obras,

Señor, Dios omnipotente,

Justos y verdaderos tus caminos

¡Oh Rey de los siglos!” (Ap. 15,3)

Al llegar a estas alturas voy a cambiar de camino. Voy a imaginarme una mesa redonda, con mis hermanos, familiares y amigos, ansiosos de hacerme muchas preguntas, cabos sueltos, que se han ido quedando atrás o están por llegar. Vamos a atarlos para que no se nos escapen, al mismo tiempo que trataré de hablar menos para no irme tan lejos.

          Lo que nos cuentas, Manolo, de la familia de la “Hoya de la Gallina”, sobre todo lo referente a Padre y Madre, sin salirte de la verdad, nos ha impresionado. ¿Te parece que fuimos una familia excepcionalmente cristiana?

          En la primera mitad del siglo pasado miles de familias vivían su fe y practicaban las obras de misericordia de la misma manera que la nuestra, eso creo yo. No podríamos estar hablando de una familia excepcional, tal vez lo fue la religiosidad de padre y de su santa madre Juanita. Pienso que en aquella época eran más las familias que rezaban todos los días el rosario. La más cercana a la nuestra,  saben ustedes, que estaba a más de quinientos metros, y en algunas ocasiones cuando el viento era favorable, nos dábamos cuenta cuándo comenzaba primero que nosotros a rezar el santo rosario.

          Ya que nos hablas de la fe de aquella época, ¿qué dirías de la actualidad, cómo ves que se viven las obras de misericordia, tan importantes en la vida cristiana?

          Lo veo y lo oigo, los templos los llenan los de la tercera edad, con una casi ausencia de la juventud, sin hablar del relajamiento de las costumbres y la televisión que ha robado la oración que unía a la familia. Felizmente hay algo que nos llena de alegría y que puede ser la última tabla de salvación para España. Me refiero a la sensibilidad de los españoles en las Obras Misionales Pontificias, con más de quince millones de dólares al año, empatado con Italia, en el tercer puesto después de Estados Unidos y Alemania. Y ¿qué diremos de la ayuda extraordinaria al Tercer Mundo de “Cáritas” y otras entidades, sobresaliendo de un modo especial “Manos Unidas?”. Es una manera de vivir las Obras de Misericordia que, desde luego, no se pueden practicar como se hacían en épocas pasadas. Cuando se habla tanto de globalización, prójimo es el que está cerca, como el que lo está a miles de kilómetros.

Tú sabes que tía Agustina, la familia y todos los que la conocieron, la tenían por santa, ¿qué opinas tú de su religiosidad?

          Tía Agustina merece una semblanza aparte. Todo lo que hemos dicho de Padre y de su santa Madre hay que decirlo en grado superior de ella: fue la andarina incansable, acompañada por su sobrina Jesús, de Las Torres a Lomo Apolinario y al Puerto, al templo del Pino, donde también encontraba a los Padres Paúles, sus confesores y directores espirituales. ¡Cómo me hablaba el P. Gerónimo Pascual de esta santa mujer! Siendo estudiante de filosofía me visitó en una ocasión, el P. Daniel Lodosa, otro de sus directores. De lo primero que me habló fue de la tía: “si Agustinita no es santa, no hay santos en la Iglesia de Dios. No lo dudes, Socorro, tienes una tía que no ha perdido la gracia bautismal”.

A la izquierda mi Padre y mi tía Agustina. A su alrededor mis hermanos Santiago y Felisa con otros familiares.

          Agustinita catequizaba a toda persona con quien tenía ocasión de encontrarse: No sabía hablar de otra cosa que de Dios. La presencia de Dios la acompañaba siempre. Reunía en casa, sobre todo cuando venía Pedro de vacaciones, a los niños los sábados para la catequesis. Sabemos de su ilusión para abrazar la vida religiosa, como sus tres hermanas ya consagradas, pero comprendió que su vocación era quedarse al lado de su anciano padre. La palabra de sus directores espirituales era palabra de Dios. Lo creía  con la fe de un niño, “de los cuales es el Reino de los cielo” (Mt. 18 – 10). El Señor la premió, trayéndole a las mismas puertas de su casa, a sus queridos Padres Paúles, con la fundación de la parroquia de La Asunción. El P. Gerardo Larrea fue uno de sus últimos confidentes, llevándole la sagrada comunión cuando caía enferma. ¡Santa Agustina, ruega por nosotros! Amén.

          Algunas de tus vacaciones a Canarias, a lo largo de tu vida misionera, coincidieron con la muerte de algunos familiares muy cercanos. Por eso te recibíamos casi siempre con esta pregunta: ¿Y a quién vienes a llevar al cielo en esta ocasión? Háblanos algo de la muerte edificante de Jesús.

          Yo lo consideraba como algo providencial, venía a compartir con ustedes no sólo las alegrías sino también las tristezas. Así, estuve presente en la muerte de Sor Concepción y las tías Pepita y Pino, y de algunos primos y allegados. Por supuesto, fui testigo de la partida tan edificante de Padre. La que más nos sorprendió y nos dolió fue la muerte de Jesús, gozaba de buena salud, al menos en apariencia, y no había cumplido los 65.  Le llamábamos el “Patriarca”. Nos animaba las reuniones Familiares, con el buen sentido del humor que lo caracterizaba.  Su deceso nos edificó a todos. Se fue de este mundo con las señales de los predestinados.

El Señor le concedió 16 días de enfermedad para purificarse. Lo vimos en más de una ocasión invocar con fe y devoción a la Santísima Virgen del Pino. Su señora Carmen, sus cuatro hijos y sus hermanos, nos alternábamos junto a su lecho. No se preocupe, Padre Socorro, me decía el Capellán de la Clínica, aquel bondadoso Franciscano, Miguel Ángel, yo estoy siempre en la Cínica y le traigo todos los días la Sagrada Comunión. Jesús perteneció a la “Adoración Nocturna” de su Parroquia Del Pilar en Guanarteme. Yo presidí naturalmente la Misa de Cuerpo Presente. También habló al final del santo sacrificio, su Sr. Párroco Don. Francisco, con palabras muy consoladoras: “No recuerdo  verle ausente ni siquiera una sola noche en los 35 años que perteneció a la “Adoración Nocturna“. La santa Misa y sagrada Comunión de cada semana, con el rezo del santo rosario de cada día, nos asegura que ya está en la Gloria del Cielo”.

          ¿No te queda, Manolo, alguna anécdota que merezca la pena, de aquellos dos años que estuviste en el colegio de Sarmiento?

          Bueno, tal vez pueda referirme a aquella, en la cual casi me voy de este mundo. Me refiero al accidente de la guagua. Aquel día, Cristóbal Orihuela, el chofer y amigo de la familia, volvió rápido de Tamaraceite. Yo no estaba en la pista, me tocó el claxon y salí volando con mi maletín. La guagua iba casi llena. Don Manuel, el padre de Fermín, me jaló y me hizo un hueco. Quedé detrás del chofer, era justamente mi puesto preferido, que me permitía bromear en ocasiones con Cristóbal.

          Bajando la cuesta del Cardón a Chile, en la última vuelta la guagua casi se vuelca. Me di cuenta cómo maniobraba Cristóbal, se vaciaron lo frenos y la caja de cambio voló. El vehículo tomó una velocidad impresionante, pudimos ir al barranco y nadie lo hubiera contado. Quiso Dios que no aparecieran camiones en sentido contrario y después de pasar la hilera de casas de la derecha, apareció un terreno abierto, lleno de pequeños montículos que frenaron, de tumbo en tumbo, a la alocada guagua, quedando patas arriba con su preciosa carga hecha una bola humana.

          Todos sentimos que nos volvió el alma al cuerpo, aunque magullados, golpeados, desmayados algunos y todos con lágrimas en los ojos, dándole gracias al Padre del cielo y felicitando al chofer por su tranquilidad y pericia. ¿Y cómo quedó Manolo? El traje de luto, por la reciente muerte de Pedro, parecía “blanco como la nieve y resplandeciente como el sol”. Parecía un ángel bajado del cielo, pero como sólo eran apariencias, siguió peregrinando en este planeta. Pero, ¿qué te pasó? Don Manuel traía en sus manos un cartucho de harina y los dos nos empolvamos.

          ¿Te acuerdas, Manolo, de la fiesta del Centenario de Abuelito? ¿Tuviste alguna posibilidad de viajar, para unirte a las tías religiosas que vinieron de Cuba? Cuéntanos.

          Entre los hechos históricos de la familia está sin duda la fiesta del Centenario de Abuelito, con la llegada de sus hijas de Cuba, las dos Hermanitas de los Ancianos Desamparados, Sor Dolores y Sor Concepción, después de más de cuarenta años ausentes de la familia, a las que se unieron las dos Hijas de la Caridad, su hija Sor Antonia y su nieta Sor María.

          A mí me llegó tarde la noticia y sin que pasara por mi mente la idea de la posibilidad de viajar, la comenté en una sobremesa con los compañeros de mi comunidad. El Padre superior, Román Gil, que me estimaba mucho, se entusiasmó y me dijo: “voy a hablar con el P. Provincial, a ver si puedes viajar, tal vez sea la única ocasión de conocer a tus tías”. Comprendí las dificultades, en aquella época no se podía improvisar un viaje de la noche a la mañana, y me bastó la buena voluntad de mis superiores. Dos años después, sin que yo le dijera nada a mi Provincial, se enteró de la invitación de mis hermanos de Venezuela, con motivo de la boda de Paco y Tana, me llamó y me ordenó preparar el viaje para pasar las vacaciones de verano con mis hermanos. De esta manera, el peruano y los venezolanos, ausentes en la fiesta del abuelo, se tomaron la revancha.

          Conservo todavía los recortes periodísticos, que se hicieron eco de una manera impresionante, de toda la vida del abuelo, de la familia y de la llegada de sus hijas religiosas. Preciosas son también las fotos que me mandaron: en una se ve a madre en la cocina, ordenando y mandando. En la principal se le ve al Centenario, con su primo hermano, Mons. Antonio Socorro, a su derecha, rodeado de todos sus hijos, nietos y bisnietos, en gran número. En primera fila, Don Fermín, no podía faltar, como en tantas ocasiones representando al peruano. Ya sabemos que Monseñor fue el promotor de la fiesta y el que revolvió Roma con Santiago para que vinieran las cubanas.

El abuelo José Socorro, celebrando su centenario. Con su primo Monseñor Antonio Socorro y Dn. Fermín Pérez

          Recordamos que el año 45 nos escribiste una carta.  Estabas muy emocionado y feliz, porque te ibas a Madrid al Noviciado, para luego continuar con los estudios de Filosofía. Cuéntanos cómo te fue en aquellos años.

          Efectivamente, había cursado ya los cinco años de latín con bastante éxito, mitad en Canarias y mitad en Burgos. Ahora venía el Noviciado, que también llamamos el Seminario Interno. Ingresamos treinta jóvenes, procedentes de cinco seminarios menores, más tres mejicanos. Veinte llegamos a la profesión y diecinueve a las órdenes sagradas, de los cuales vivimos once, que esperamos reunirnos el 14 de setiembre, para agradecer al Señor los cincuenta años de nuestro sacerdocio. El Seminario Interno fue de dos años, el primero no estudiamos, en el segundo comenzamos los cursos de Filosofía. El primero fue un año de seria reflexión, estudiando la historia de la Congregación de la Misión y el carisma que le infundió S. Vicente. Y para perfeccionarnos un poco más en el latín, traducíamos las cartas de San Pablo y el catecismo de San Pío V.

          Dinos ahora cómo te fue con esa “espina”, que te regaló el cielo. ¿Te acompañó siempre? Nos gustaría que nos cuentes alguna anécdota.

          Fue una compañera fiel, no me ha abandonado nunca. Gracias a ella me enriquecí mucho, en la paciencia y en la humildad, dos perlas de mucha utilidad en la vida. Y claro, también me ha tenido alerta para seguir caminando y no dar un paso atrás. ¡Sabe Dios lo que hubiera sido de mí, sin esa dama tan interesante! Mis profesores y compañeros me respetaban y no se escandalizaban cuando me veían en su compañía. Naturalmente no podía evitar que, de vez en cuando, fuera el hazmerreír de todos. Cuando menos se pensaba saltaba la liebre, por allí salía una onda por una sonda, o dinamita por vitamina. Todo el mundo se relajaba en recreo. ¿Y el canario? Tranquilo, la tierra seguía rodando al rededor del sol. Le sobraba generosidad para cancelar, una vez más, la cuenta de aquella diversión.

Consciente de mis limitaciones y también de lo mucho que me había dado el Señor, le pedía siempre  que me hiciera un buen catequista, era suficiente, no necesitaba ser un buen predicador, para ser un buen misionero. El Señor me dio más de lo que le pedía, me sentí siempre realizado en mi vida sacerdotal y misionera. Llegué pronto a tener un gran dominio en la predicación de mis homilías y en la charlas de catequesis a los niños y a los adultos. Con el carisma además de llegar, motivar y agradar a mis oyentes, como amablemente me lo han hecho saber, en algunas ocasiones, amigos y compañeros. Mi buena voz me ha dado también muchas satisfacciones.

          Naturalmente, sigo fallando en ocasiones en la pronunciación, mi caballo de batalla de toda mi vida. Dígase lo mismo cuando, debido a ciertas circunstancias, mi sistema nervioso no ha funcionado a la perfección. Donde no me abandona casi nunca, mi querida dislexia, es en las reuniones sacerdotales y a veces con mis hermanos laicos. Ya no me extraña que me hagan esta pregunta: ¿Qué has querido decir?–respondo–¿qué dije?–perdón–quería decir el año 58 y no el 85. Lo malo es que cuando se trata de números, y es cuando me acompaña casi siempre mi fiel compañera, ni siquiera me doy por advertido.

          Cuéntanos ahora cómo te fue en Filosofía y Teología. ¿Qué tal estudiante eras? ¿Te hicieron estudiar alguna vez en vacaciones?

          Yo fui un afortunado, estaba metido en el pelotón de las medianías, que son los que, a la hora de la verdad, dan fuego. Los talentos se van apagando, salvo honrosas y maravillosas excepciones. Fui un estudiante cumplidor, flojo y poco concentrado en los primeros meses del curso. En mis primeros años me costaba dejar mi “Hoya de la gallina”, donde nací entre vacas, cabras y conejos. El campo fue y será siempre lo que más he admirado en mi vida, me habla de Dios, casi como la misma Biblia. Luego me distraía el mundo de las abejas, que encontré en Hortaleza. (Les hablaré más adelante de la Apicultura).

          Los últimos meses y en los exámenes finales lograba concentrarme de tal manera, que siempre llamaba la atención de profesores y compañeros. Alguien se atrevió a decir: “el canario canta mejor al final del curso”. Les contaré a este propósito esta anécdota: era el primer examen escrito de final del curso del primer año de Filosofía. Escogí una de las tres lecciones a las que tenía opción, sacadas al azar. Di gracias a Dios porque era para un sobresaliente y sin demora la escribí. Fui y se la entregué en sus propias manos al profesor. Apenas terminó el examen, me llamó a su habitación y me dijo:

          “Usted, Hno. Socorro, me copió el examen”. –Lancé una sonora carcajada–(no sabría decir por qué reaccioné de esta manera). ¡Y encima se ríe y de qué manera!” –Perdone Padre, por mi falta de respeto. Quiero decirle que, por mi manera de ser, nunca he copiado y ni siquiera he sentido tentaciones de hacerlo. Mándeme sentar y le  escribiré de nuevo el examen en su presencia. Me miró sonriente, “no hace falta, le creo Hno. Socorro y le felicito por su examen, es para un sobresaliente”. Por lo demás, mis notas en los años de Humanidades fueron buenas, ni altas ni bajas. En Filosofía y Teología no nos daban calificaciones. Solamente nos decían: “usted salió bien en los exámenes, tómese sus vacaciones y descanse”. Felizmente y gracias a Dios siempre me dieron ese buen consejo.

          Estamos ya deseosos que nos cuentes qué santo te hizo el milagro para llegar a leer bien y con sentido, atreviéndote incluso, a leer y recitar poesías.

          Es un santo no canonizado, pero igualmente santo, porque luchó a favor de la Iglesia contra los Turcos y en la batalla de Lepanto perdió un brazo. Santo, sobre todo, porque escribió un libro lleno de bellezas, traducido a miles de lenguas, como la Biblia y en el cual se puede hacer lectura espiritual. Este santo se llama Miguel de Cervantes  Saavedra, “El manco de Lepanto”.

           En aquel campestre pueblo de Hortaleza, en las cercanías de Madrid, Manolo, se pasó los tres meses  de vacaciones de los dos últimos años de Filosofía, debajo de los árboles de la huerta del seminario, leyendo y releyendo el Quijote, en voz alta y carcajeándose a su gusto. “¡Qué bien lo pasa el canario…qué manera de relajarse!”. Ya lo creo, aquello era divertidísimo, ni siquiera sentía el calor asfixiaste de julio y agosto madrileño.

          Si llegué a vencer el problema de la lectura, no he podido hacerlo igualmente con la ortografía, a pesar de mis adelantos. Mi gran problema sigue siendo las letras g, j, s, c, y z. De nada me vale escribir treinta veces una palabra, al día siguiente sigo dudando. A propósito, ¿saben ustedes una de las cosas buenas, entre otras muchas, de mi ordenador, ahora que llevo un año escribiendo en este aparato maravilloso? Que no necesito echar mano a mi diccionario, para ayudarme en mi mala ortografía.

          Háblanos ahora, Manolo, de tus años de Teología en Cuenca y de tu ordenación sacerdotal. ¿Es verdad que el Sr. Obispo que te ordenó  era peruano?

          Después de seis años largos en la “Meseta Castellana”, fría en invierno, bella en primavera y árida en verano, llegamos a Cuenca, un lugar “paradisíaco”, con sus valles, barrancos (para hablar en canario), ríos  y pinares. ¡Cuánto me recordaba a mi Gran Canaria! La ciudad bañada por dos ríos, el Huécar y el Júcar, me pareció una ciudad encantadora. El seminario de San Pablo, viejo convento dominicano, a orillas del Huécar, convertido ahora en un hotel de cinco estrellas. El puente de hierro tan famoso, como las casas colgantes igualmente a la vista, nos unían a la ciudad y nos llevaba a la catedral.

          Mi sobrina Pilar, breve en sus mensajes, se destapó en una ocasión con una carta larga y preciosa. Se inspiró en aquel hotel de ensueño, pensando, como ella misma me lo recuerda, que allí estudió su tío Manolo, los tres últimos años de su carrera eclesiástica. Estaba de turista con su hermana Gloria, gozándose una semana santa en Cuenca. ¿Y qué les diría yo, cuando me vi en el mismo lugar el año 95, celebrando los cincuenta años de  mi vocación religiosa con los compañeros de promoción? Me fijaré solamente en la capilla, donde hacíamos nuestra oración mañanera.  Testigo, ahora como antaño, San Buenaventura, tapizando la bóveda  con su pintura varias veces centenaria. Convertido en un restaurante, nos sirvieron un aperitivo, antes del espléndido almuerzo, que nos tenían preparado para los sacerdotes.  .

          Los tres años se pasaron volando, hasta el estudio nos parecía más llevadero que en los anteriores cursos. Era natural, al vernos tan cerca a la meta. Siendo una ciudad más fría que Madrid, el frío se sentía menos por el sol espléndido, que lucía casi todos los días de invierno, y el verano era fresco y delicioso, a la sombra de aquellas inmensas rocas que rodeaban a San Pablo. Los paseos semanales eran un verdadero placer y las excursiones a los diferentes y más bellos lugares, como a la “Ciudad Encantada” y el nacimiento de Júcar, eran para no olvidar.

                                             ¡Gloria a Dios, Aleluya, Aleluya!

                                       Cuarto misterio Luminoso del Sto. Rosario

                              “La transfiguración  ayuda a los discípulos, y también

                                  a nosotros, a comprender que la pasión de Cristo

                                  es un misterio de sufrimiento, pero sobre todo, un

                                        regalo de amor infinito por parte de Jesús.

                                                            (Papa Francisco) 

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