“YO HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS”

Continuamos leyendo en Hechos de los apóstoles la ruta misionera de la comunidad de Antioquía liderada por Bernabé y apoyado por el joven Saulo, ahora llamado Pablo (“pequeño”). La expansión del anuncio del Reino se logra con la aceptación de los paganos en las nuevas comunidades y esto provoca un cambio de orientación sobre todo por la presencia de judíos que no veían con buenos ojos esta apertura. Los misioneros vuelven a Antioquía y dan fe de la misión realizada ante la comunidad, dando gracias a Dios que les ha conducido a este discernimiento novedoso de abrir la puerta a los paganos conformando ahora una comunidad distinta a las ya formadas en la región de Judea y Jerusalén.

Esta vez, en la segunda lectura, escucharemos un fragmento del Apocalipsis pero que corresponde ya al desenlace de la obra. Luego de la visión inaugural, el autor a través de las visiones reveladas, presenta la lucha escatológica del único soberano de toda la tierra contras las fuerzas perturbadoras de la paz de los creyentes en Cristo, la tríada del mal, el dragón, la bestia y el falso profeta. El juicio es definitivo para estos y la victoria es para los que pusieron su confianza en el Señor en los momentos álgidos de la historia. Así, se manifiesta una nueva creación, donde ya no hay rastros del mal, de allí la desaparición del mar (elemento simbólico del mal). La única ciudad que permanece es la “nueva Jerusalén”, y es la que baja del cielo, por tanto, es una donación de Dios para sus hijos, los que vivirán en ella. La nueva alianza está sellada, pues aquel pueblo se ha casado con su Dios y este con su pueblo. El tiempo del dolor ha pasado, se abre lo nuevo, y esto lo ha establecido el mismo Dios, no los hombres, quien proclama: “Yo hago nuevas todas las cosas”.

En el evangelio de Juan que estamos proclamando estos domingos, se nos presenta este pasaje que nos introduce en el discurso de Jesús previo a la entrega de su vida por la salvación de los hombres. Ya no esta Judas en aquel momento sublime y Jesús decide hablar abiertamente a sus discípulos. Ha llegado el momento de la gloria, y aunque es un momento necesario, es preciso una ruptura: Jesús debe salir de este mundo para poder llevarnos con él. Pero su ausencia física es temporal, su presencia espiritual permanece en el amor que los discípulos deben manifestarse. La comunidad del cuarto evangelio ha dado un paso importante en el discernimiento del mandamiento del amor al prójimo. Considera, pues, que hay un mandamiento nuevo y este es: amar como Cristo nos amó. Ese tipo de amor, el amor total, de donación, de entrega, es el que se convierte en la impronta de la comunidad de seguidores de Jesús. Nosotros, hemos heredado este mandamiento. ¿Lo practicamos? ¿Lo promovemos? ¿Lo damos a conocer constantemente? La misión como ayer continúa y nos replanteamos con el don del Espíritu acerca de nuestros métodos, de nuestro lenguaje, de nuestro ardor; porque sabemos que el triunfo de nuestro Señor es el triunfo de la Iglesia, de una Iglesia que lucha contra el pecado, pero que no lo hace sola, sino con la fuerza que viene de Dios. Es Dios quien nos invita a hacer nuevas todas las cosas, pero para eso somos los primeros que debemos sentirnos transformados por el amor de Dios. La tarea está trazada para nuestra comunidad de discípulos de Jesús, y es preciso que nuestros labios y nuestras acciones proclamen sin reservas: “bendeciré tu nombre por siempre Dios mío mi rey”

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