En el transcurso del Año Litúrgico, que concluimos en el día de hoy con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, la liturgia de la Palabra, y más concretamente el evangelio de San Lucas, nos ha presentado el significado, objetivos y consecuencias de la instauración del reino de Dios en el mundo, eje central de la predicación del Señor. Las parábolas y otras formas pedagógicas del Señor, de forma profunda y sencilla, nos invitaban a plasmar en nuestra vida ordinaria la justicia, la paz y, sobre todo el amor, para que el Reino de Dios se concretara en este mundo como proceso de seguimiento al Señor que culmina en la eternidad.

Hoy la Liturgia de la Palabra nos presenta el conocido pasaje de Mateo denominado “El Juicio Final” (Mt. 25, 31-46). El resumen temático es muy claro: El Señor nos quiere demostrar que él se encuentra en medio de los hombres que se sienten marginados y rechazados por dolencias físicas, morales, anímicas y no encuentran apoyo de solidaridad y de amor en la sociedad en que viven. No es el momento de evasiones cobardes, de justificaciones estériles, de una fe insolidaria, frágil y apartada de la realidad del mundo. La iglesia nos pide una opción clara, audaz, valiente de cercanía y amor hacia los más necesitados “porque lo hicieron por uno de estos mis hermanos, lo hicieron por Mi” (Mt. 25, 45).

El Reino de Dios no coincide con los planteamientos humanos. En todo reino debe existir un rey. Hoy la Iglesia nos presenta la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo pero con unas connotaciones y características propias que, aunque insertado en este mundo y siendo su reinado para nosotros hoy, difiere mucho del estilo “del reino de los hombres”. Jesús podía haber optado por nacer en palacio lujoso, entre esplendores y éxitos y terminar su vida con grandes manifestaciones de homenajes y aplausos. Sin embargo hizo todo lo contrario, asumió su condición de Hijo de Dios; nació de modo humilde y desconocido por obra y gracia del Espíritu Santo y en el seno de María Virgen, joven doncella humilde y sencilla de Nazaret. Vivió moderada y pobremente, preparándose para lo que Dios le había elegido: anunciar el Reino a los hombres. Fue incomprendido y rechazado y murió crucificado y abandonado. Eligió por cetro una caña, por corona unas espinas que le mortificaban y por trono la propia cruz. Asumiendo la condición humana, pero siendo a la vez el Hijo de Dios, hoy la Iglesia manifiesta que Jesús es el Señor, que ha resucitado, que vive entre nosotros y nos llama pera seguir anunciando su Reino de amor y de paz.

El único requisito imprescindible para pertenecer al Reino de Jesús es amar a Dios y al prójimo. La medida que Jesús tiene para calcular el amor que tenemos es sorprendente y llamativa en el mundo en que vivimos: la actitud de amor o indiferencia ante los necesitados en los cuales está preferentemente el rostro de Dios. Todo trabajo por el Reino pasa necesariamente por el amor a los demás. Este amor forma parte esencial de nuestra vocación y misión de cristianos. Cada vez que acallamos un poco el hambre, la sed o la soledad extendemos el Reino de Dios en medio del mundo. ¿Nos hemos parado a pensar las oportunidades que nos brinda la vida para ayudar a los demás? ¿Qué barrera nos impide realizarlo?

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