Queridos amigos

¿Alguna vez oyeron hablar de la Era del Espíritu Santo? Empezó el año 38 d.C, cuando al término de los cincuenta días de Pascua -el día que llamamos Pentecostés-, el Espíritu Santo irrumpió en la historia, cambiándolo todo. Vino de parte de Jesús, enviado por el Padre Dios. Y vino como lo que es: una Persona Divina, invisible por ser espíritu, pero visible por sus impresionantes obras. De hecho, se presentó como el protagonista de todo, asumiendo el relevo del Padre en la Creación (cuando descansó en el 7º día), y el relevo de Jesucristo en su Redención (al subir al cielo).

Desde Pentecostés y por voluntad del Padre y del Hijo, cuanto se hace depende del Espíritu Santo. Es bueno tenerlo en cuenta para secundar sus inspiraciones y dejarse llenar y llevar por Él, como lo hizo Jesús (Mc 1, 10-12). Y como lo hicieron los primeros cristianos. Y como lo han hecho todos los santos hasta nuestros días, demostrando que el Espíritu Santo actuó siempre y sigue actuando hoy. De un modo discreto, aunque muy efectivo, como en el Pentecostés de los Apóstoles del evangelio de hoy (Jn 20,19-23). O de un modo bullicioso -y también muy efectivo- como en el Pentecostés con truenos, vientos y lenguas de fuego (Hech 2, 1-11).

Sin duda, nadie va a decirle al Espíritu Santo en qué forma va a actuar en un momento dado de la historia, pero muchos quisiéramos -y le pedimos- , que actúe más visible y llamativamente. Con más fuerza y empuje. Como lo hizo en la primitiva iglesia, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, que es como la historia del Espíritu Santo. Su presencia vivificante y renovadora estaba por todas partes. De repente llena de entusiasmo y valentía a los apóstoles, que se lanzan a hablar de Jesucristo a la gente, haciéndose entender por todos, sin importar la diferencia de lenguas. De repente unos 3,000 acogen la palabra de Pedro y se bautizan, iniciando la primera comunidad cristiana ¡y qué comunidad! (Hech 2, 41-47).

Digamos que es ese fuego del Espíritu el que necesitamos hoy para tener el ardor de la Nueva Evangelización. Entonces ese ardor descendía con fuerza en el bautismo y obraba maravillas (1 Cor 12, 7-11). Las obraba también a través del perdón, que Jesús instituyó al darnos su Espíritu después de resucitado (Jn 20, 19-23, que es el evangelio de hoy). El Bautismo y el Perdón siguen estando ahí como fuerzas del Espíritu para que con ellos hagamos maravillas en nosotros, en los demás y en el mundo. Si no las hacemos, la culpa es nuestra. Quizá porque los hemos cosificado y no los vemos como sacramentos que hacen lo que representan: dar vida nueva en Cristo.

 

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