Queridos hermanos:

Durante este tiempo de encierro obligado que estamos viviendo, ha habido tiempo para todo. Algunos, como en mi caso, hemos invertido parte del tiempo en pasatiempos que ya estaban olvidados, como ver películas, por ejemplo. Uno de estos días me topé con la película “Noé”, que se exhibe en Netflix. No sé si ya tuvieron la oportunidad de verla. Definitivamente, no es una película que vaya a ganar un Oscar, pero a mí me gustó. No me entretuvo ni el sonido, ni las actuaciones, ni los efectos especiales; más bien diría que fue un film que me hizo pensar. De hecho, me quedé muchas horas después de la película pensando en un diálogo. Todos conocemos la historia bíblica de Noé y el diluvio, ¿verdad? Pues, en el momento más dramático de la película, el personaje malo de la historia le pregunta a Noé si el diluvio significaba el fin del mundo, a lo que Noé responde: “No es el fin, sino el principio”. Interesante respuesta que me sirve para reflexionar en tormo a lo que celebramos: la resurrección del Señor, el tiempo de los comienzos.

Analicemos primero la historia que inspira la película, la historia de Noé. Tal como nos cuenta el relato bíblico, Dios se arrepintió de haber creado al ser humano, de haberle dado libertad, porque debido a ella había aparecido el pecado y, con la extensión del pecado, el mal en todo el mundo. La solución práctica fue el “borrón y cuenta nueva”, y así se justifica el diluvio. Después de la eliminación de toda la raza humana y, junto con ella, supuestamente de toda la maldad, comienza un tiempo nuevo, algo así como una nueva creación (en la película, Noé menciona muchas veces la idea de una nueva creación o un nuevo paraíso después del castigo). Pero, este nuevo comienzo era solo aparente. El mundo seguía siendo el mismo, el ser humano (Noé y su familia) seguía siendo el mismo, con las mismas tentaciones y con la misma libertad, pero ya había aprendido la lección, ya sabía cuáles eran las consecuencias de su pecado…, ahora ya estaba advertido. Digamos que el nuevo comienzo fue más de actitud que de realidad. Se supone que el hombre había madurado y era más hombre.

Ahora hagamos un salto a la época de Jesús. Con el tiempo, el ser humano olvidó el mensaje bíblico del diluvio y nuevamente el pecado se extendió en el mundo. Cuando Jesús llega a este mundo, encuentra a un ser humano esclavo del pecado. El mal se había extendido tanto que empezaba a hacer estragos no solo en el aspecto espiritual de la gente, sino también en su vida física y social: injusticias, enfermedades, guerras, muerte, pobreza. Ya no hacía falta cometer un pecado para sufrir sus consecuencias; más bien, el pecado de otros afectaba a toda la sociedad. Nadie podía escapar de este círculo vicioso que estaba poniendo en riesgo lo que Dios había preparado para el ser humano: la felicidad, la vida eterna, el cielo. Jesús toma la iniciativa que en su momento encarnó Noé. Ya no habría un diluvio más, pero hacía falta un nuevo sacrificio, una medida extrema para remediar, borrar, limpiar al hombre y al mundo: la cruz. La sangre de Jesús hizo las veces del agua en el diluvio. Su muerte en la cruz hizo que Jesús compartiera con el ser humano el dolor que es consecuencia del pecado. Jesús murió, como tanta gente había muerto producto del mal. Digamos que Jesús, en la cruz, se asemejó a las personas que, según el texto del Génesis, se ahogaban en el diluvio. Pero allí no quedó todo. En el relato del Antiguo Testamento había un arca que significaba la salvación, el acceso al nuevo mundo; ahora esa posibilidad era dada por una irrupción maravillosa de Dios, un derroche de amor y no de castigo: la resurrección.

¿Qué es la resurrección? Es el paso de muerte a la vida, del mal al bien, es la liberación del pecado y de sus consecuencias, el cambio del dolor a la alegría, es entrar en Dios, vivir en Dios eternamente.

Jesús resucitó, es decir, salió de la muerte, de las aguas del diluvio, y pasó a vivir nuevamente en Dios. Y con su resurrección, también dio al ser humano la posibilidad de salir de las mismas aguas de la muerte, del dolor, de la injusticia, del pecado. Gracias a la resurrección de Jesús, el ser humano ahora tiene las puertas abiertas para salir de su círculo de mal, de dolor y de muerte. Solo necesita querer hacerlo, esforzarse, dar un paso… un pequeño y gran paso. El ser humano, como en la historia de Noé, sigue siendo el mismo, pero ahora tiene la experiencia del diluvio en su mente y la entrada al cielo abierta gracias a la resurrección de Jesús. Por esa razón, la resurrección es también un nuevo comienzo, el retorno al principio. Con la resurrección de Jesús, todo vuelve a comenzar, ya no se cuentan los pecados, el hombre puede volver a ser limpio y más perfecto, puede ir al cielo, si lo desea. Jesús ya hizo su parte.

Hagamos un último salto de los tiempos de Jesús hasta los nuestros. ¿Hemos aprendido la lección? Después de la posibilidad de redención que nos otorgó la resurrección de Jesús, ¿el ser humano es distinto? Solo voy a nombrar algunas noticias de las últimas semanas: epidemias, desobediencias, faltas de respeto a la autoridad, robos, estafas, mentira… y la lista podría seguir. No, no hemos aprendido la lección. Es cierto que los autores de estos males son pocos, pero todos de alguna manera sufrimos las consecuencias del pecado de otros, como en la época de Jesús y como en la época de Noé. ¿Hará falta un nuevo diluvio? ¿Jesús tendría que volver a morir y volver a resucitar? La primera opción no es práctica (de hecho, ni siquiera es real), pero la segunda opción es siempre una posibilidad. Cada año, en cada semana santa, recordamos y “actualizamos” aquel gesto de amor enorme que tuvo Jesús por nosotros. En las celebraciones de estos días, nuevamente Jesús, y de forma real, vuelve a morir y vuelve a resucitar para recordarnos, una vez más, que Dios nos ama y que tenemos siempre una posibilidad de conversión y salvación. Cada año se celebra la resurrección de Jesús para hacernos caer en la cuenta que desde hace casi dos mil años la puerta del cielo está abierta, que las cadenas del pecado están rotas, que el dolor es compartido, que somos nosotros los que tenemos que dar ese paso hacia Dios. De esta manera, celebrar la resurrección, celebrar la pascua, significa tomar la decisión de salir del pecado, de dejar atrás el dolor, el sufrimiento, la pena. No tiene sentido salir del sepulcro, experimentar la resurrección, y volver luego a nuestra vida pasada. Celebrar la resurrección es hacer lo posible por convertirnos, por convertir a otros y por convertir el mundo. El domingo de resurrección es, siempre es, la fiesta de los nuevos comienzos, del “borrón y cuenta nueva”, pero sin diluvio. Aunque, como en toda la historia, el mal esté allí y siga habiendo desastres, muertes, delitos y males, virus y epidemias, la semana santa es una invitación perenne a vivir una nueva vida a pesar de todo eso.

Queridos hermanos: si después de estos días santos, aún quedan en tu vida vestigios de dolor, de pena, de estrés, de odio, de tristeza, de pecado, entonces quizá aún no has dado ese gran paso, aún no te has decidido celebrar la resurrección. ¡Ánimo, la pascua es tu fiesta! ¡La resurrección de Jesús es tu resurrección! ¡El cielo es tuyo! ¡Celebra la resurrección, vuelve a comenzar, haz en tu vida un “borrón y cuenta nueva”! Y si te queda tiempo en tu nueva vida, entra a Netflix y mira la película de Noé antes que la saquen.

¡Feliz comienzo, feliz pascua, feliz nueva vida!

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