Con el domingo de Ramos vamos culminando el tiempo de Cuaresma e iniciamos la Semana Santa. Tiempo para sumergirnos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor.

Este domingo la Iglesia nos recuerda la entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén para consumar su misterio pascual. El evangelio de la Eucaristía nos invita a reflexionar sobre el misterio de la pasión y muerte del Señor como pasos previos a su resurrección victoriosa. Es un acto de servicio, de amor, de solidaridad, de entrega. Ha cargado con el pecado de todos. Dando su vida nos salva a todos. Nos descubre que el amor es la única fuente capaz de servir al hombre. La muerte de Jesús nos debe abrir a la contemplación del amor de Dios. No nos puede dejar indiferentes. Mirar el rostro sufriente y agónico del Señor en la cruz es descubrir la presencia de tantos rostros humanos que sufren y que no pierden la esperanza de encontrar ese compromiso de solidarizar que redima y libere.

Jesús con su muerte da un sentido al sufrimiento humano. No nos libera de él, sería una contradicción porque nuestra naturaleza humana es limitada, pero mirando al crucificado podemos aprender los creyentes a crecer como hombres, incluso en el sufrimiento, sin caer en la angustia o en la rebelión desesperada. Asumir la muerte por amor y servicio no es inútil sino que es un gesto que sobredimensiona a quien lo experimenta y realiza. Solidarizarnos con la cruz significa ver en el gesto del Señor la cara de los pobres, oprimidos, abandonados y abrirnos confiadamente al misterio de un Dios que ha redimido nuestro sufrimiento compartiéndolo con la pobreza y el dolor de los hombres.

Jesús muere por ser fiel a su vocación de no rechazar, no juzgar, no excluir, no condenar. La vida de Jesús es una llamada constante a la reconciliación, al perdón, a la acogida, mirando, sobre todo, a los pobres, a los más necesitados de la humanidad. Se hace hombre sufriente para que nosotros nos acerquemos a la grandeza de Dios.

Días apropiados, como podemos comprobar, para profundizar en “el desierto” de nuestra vida interior y acompañar, personal y comunitariamente, a Jesús que nos tiende la mano ensangrentada por los clavos del dolor para animar nuestra vida desde la cruz de cada día que se transformará en esperanza a partir de la experiencia de la resurrección.

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