Hermanos:

Comenzamos la Semana Santa, la semana más importante del año, con un acto muy solemne: la evocación de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. En cada una de nuestras comunidades, aunque con las limitaciones de las circunstancias, se repetirá aquel suceso en el que Jesús, sentado en un borrico, da sus primeros pasos en Jerusalén rodeado de muchos discípulos que lo aclaman con sus ramos de olivo en alto; solo que esta vez Jesús será representado por el sacerdote, el pueblo por nosotros y Jerusalén por nuestros respectivos templos. Aún con las diferencias, la significación del acto es la misma que la que se nos narra en el evangelio que se lee al inicio del rito de la bendición de los ramos, en el atrio de nuestros templos (Mt 21,1-11). Quizá convenga decir un par de palabras sobre esta lectura para aclarar aquel gesto extraño de Jesús: el entrar a Jerusalén sentado en un burro.

Digo que es una actitud extraña por parte de Jesús porque, después de caminar casi 200 kms, desde Galilea a Jerusalén, a puertas de la Ciudad Santa se detiene y manda a sus discípulos a conseguir un burro para entrar sentado en él (Cf. Mt 21,1-2). ¿Qué le costaba caminar un par de kilómetros más? En realidad, no es que le costara a Jesús dar unos pasos más, sino que detrás de ese gesto hay una representación profética. En efecto, todo judío, todo habitante de Jerusalén, todo discípulo y hasta el mismo Jesús conocían la profecía de Zacarías, escrita 500 años atrás, que decía: “Salta, llena de gozo, oh hija de Sión, lanza gritos de alegría, hija de Jerusalén. Pues tu Rey viene hacia ti; él es santo y victorioso, humilde, y va montado sobre un burro, sobre el hijo pequeño de una burra. Destruirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén. Entonces se podrá romper el arco con las flechas, pues él dictará la paz a las naciones. Extenderá su dominio de un mar al otro mar” (Za 9,9-10). En tiempos de Jesús, todos esperaban la llegada de este rey mesiánico con estas características. Por tanto, al entrar Jesús a Jerusalén montado en un borrico, automáticamente invitaba a sus paisanos a ver en él a ese Mesías, Rey de Jerusalén, santo y victorioso, humilde, que destruirá la guerra e implantará la paz. Muchos de los habitantes de Jerusalén entendieron el gesto y se emocionaron: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”, por eso salieron a recibirlo con mantas y ramos. El gesto de Jesús que rememoramos en el Domingo de Ramos es un gesto profético, y nosotros, al realizarlo en nuestras comunidades, estamos ratificando que Jesús es nuestro Mesías y nuestro liberador y que, efectivamente, dentro de pocos días, destruirá toda guerra interna y externa y nos traerá la paz definitiva.

Sabiendo esto, miremos también a los personajes que aparecen en este relato, porque quizá sus actitudes nos puedan enseñar algo. En primer lugar, notemos que aquellas personas que reciben entusiasmadas a Jesús y que lo designan como “el que viene en nombre del Señor” (Mt 21,9), serán quienes días más tarde le griten “crucifíquenlo” y “elimina a éste y libera a Barrabás” (Cf. Mt 27,21-23). Extraño cambio de actitud de la gente en tan poco tiempo. A veces nosotros solemos sufrir también de entusiasmos pasajeros. Sería lamentable que nuestra fidelidad a Cristo se base en conveniencias o sea solo para momentos de felicidad. En realidad, la vida cristiana, vivida como se debe, debe ser capaz de soportar toda dificultad, toda prueba, toda sequedad, todos influencia negativa y aun así seguir inquebrantable, tal como fue la fidelidad de Jesús, fidelidad que lo llevó a la cruz.

Pero, en esta entrada triunfal de Jesús no todos se alegraron. En el mismo episodio de la entrada de Jesús a Jerusalén, pero narrado por san Lucas, aparece un grupo de fariseos incómodos por el alboroto, tratando de callar el griterío gozoso de la gente (Cf. Lc 19,39). Ellos, que se supone conocían también la profecía de Zacarías (eran los expertos en la Escritura), vieron también al Rey entrar sentado en un burro, pero decidieron ignorar lo que pasaba y se autoconvencieron de que aquello era un error. Ellos, esperaban a un rey poderoso que llegara a Jerusalén en un carro elegante, con tropas y envestido de poder, no montado en un asno. “Ese no puede ser el Mesías”, pudieron decir. Por eso les molestó tanto que la gente vitoree al “hombre equivocado”. Mirémonos con sinceridad y busquemos en nosotros actitudes como ésta; miremos nuestra sociedad y veremos que cada vez más se trata de callar a aquellos que, mal o bien, tratan de proclamar el reinado de Dios. ¡A cuánta gente hoy le incomoda Dios o lo que de Él provenga! Hay un notorio laicismo creciente, de la mano de un relativismo moral. En muchos ámbitos Dios ya no tiene cabida. ¿Lo tiene aún en nosotros? ¿En nuestros hogares, trabajos, lugares de estudios, se habla de Dios, se trata de ignorar su presencia, o se trata de excluirlo?

En la lectura de la pasión que hacemos este domingo, también hay muchos personajes que podemos tener en cuenta para la revisión de nuestra vida. A veces podemos ser como Pedro y dejarnos ganar por la cobardía y el miedo al momento de dar la cara por Dios (Cf. Mt 26,30-35). En otras ocasiones nos podemos parecer más a Judas porque traicionamos la confianza que Dios ha depositado en nosotros, dejarlo de lado por cosas materiales aparentemente más atractivas (Cf. Mt 26,14). También, de vez en cuando, podemos ser como Pilatos y evitar comprometernos con las

cosas de Dios, lavarnos las manos para que la vida no se nos complique, preferir nuestra comodidad (Cf. Mt 27,24); o podemos ser como los integrantes del Sanedrín, es decir, tener el corazón tercamente cerrado para todo lo que tiene que ver con Dios (Cf. Mt 26,57-67). Incluso, en algunas circunstancias de nuestra vida podemos actuar como Barrabás y aprovecharnos del amor de Dios (Cf. Mt 27,26); o como el pueblo que se dejó manipular para terminar condenando a Jesús a muerte. Todas estas actitudes, representadas por los personajes que aparecen en la lectura de la pasión de Jesús, tienen una sola causa: el miedo. La gente en la época de Jesús tuvo miedo al cambio, a una nueva manera de ver la vida y el mundo, a una nueva forma vivir la religión, y prefirieron aferrarse a lo suyo, a lo viejo, a lo de siempre, y por eso sus voluntades se confabularon para sacar del camino a Jesús que les estorbaba. Y lo lograron, lo mataron. Quizá nosotros, si nos dejamos ganar por el miedo nuevamente, terminemos siendo otros Judas, otros Pilatos, otros fariseos, y volveremos a matar lo nuevo, lo que nos puede dar felicidad plena…, volveremos a matar a Jesús.

Entonces, ¿cuál debe ser nuestra actitud de cristianos fieles? Definitivamente, todo lo contario al miedo. Jesús nos dio el ejemplo en su pasión. También sintió miedo ante lo nuevo, como nos lo muestra el relato de la oración en Getsemaní (Cf. Mt 26,36-46), pero no se dejó ganar por él, no reaccionó como sus demás paisanos, prefirió la voluntad de Dios, decidió ser fiel hasta el final aun cuando esa fidelidad implicaba dolor y sangre. Jesús fue fiel porque fue valiente. Hoy, tal como está el mundo, hacen falta cristianos que se atrevan a vencer el miedo, que sean valientes para que, por encima de todo dolor, terquedad, ateísmo, relativismo, puedan proclamar lo nuevo que Jesús vino a traer. Quizá, también la cruz esté detrás de esos intentos, pero no olvidemos que junto a la cruz está resurrección. Cristianismo y miedo son dos realidades que no se deben juntar. Jesús nos ha demostrado que siendo valientes y junto a Dios se puede vencer el miedo.

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