REIVINDICANDO AL “IMPURO”

En la historia de la humanidad el tema de la enfermedad siempre ha sido vinculado al tema religioso. Incluso hoy, a pesar de todos los avances en el campo médico y de salud, la enfermedad nos invita a una reflexión profunda del sentido de nuestra vida. Obviamente, nadie puede “ponerse en el zapato del otro”, resulta complicado entrar en ese ámbito tan íntimo de lo que vive realmente un enfermo, y encima, las justificaciones religiosas (“es por su pecado”, “Dios lo está castigando”) y los marcos conceptuales sociales que imperan (“los descartables”, “los que no aportan a la sociedad”, “son un estorbo”) no terminan de ayudar a comprender mejor ese estado de vida que atraviese todo ser humano. Muchos de los pueblos antiguos, como el caso de Israel, vinculaban las enfermedades de la piel con la impureza religiosa lo que generaba una marginación basada en criterios netamente religioso, pero con claras implicancias sociales como escuchamos en el libro del Levítico en la primera lectura. Así, los leprosos (que era un tipo de esas enfermedades) no podían ni vivir con sus familias ni dentro de las comunidades, sino tenían que hacerlo apartados por haber sido “maldecidos por Dios”. Aún con todo, se apelaba a la misericordia de Dios por si acaso pudiera recuperar la salud o mejor dicho “la limpieza” (y esto se daría de seguro, si no, no se hubiera regulado el proceso de reinserción a la comunidad), y era una oportunidad para la limosna y la caridad de quienes podían echarles una mano en esta situación tan angustiosa.

Centrémonos ahora en el pasaje del evangelio. Aquel leproso rompe la convencionalidad de su estado y decide salir al encuentro de Jesús y este, no importándole toda esa “aura” de impureza, lo toca y le devuelve no solo la salud sino su dignidad. Pero Jesús es un cumplidor de la Ley y le insta al limpiado a presentarse ante el sacerdote del Templo y certificar su purificación. Marcos intenta mantener aún el secreto de la identidad de Jesús puesto que la verdadera revelación llegará con la cruz, pero la emoción de hablar de lo que experimentó no detiene al purificado. Aun así, es una advertencia de no quedarse solo en el asombro, hay mucho por caminar. Jesús sigue liberando del poder del mal, sigue rompiendo cadenas, confronta convicciones religiosas importantes, pues aquello que era un signo de maldición empieza a convertirse en una oportunidad para hacer patente la soberanía del Reino de Dios con su presencia en el mundo.

En el caso de la segunda lectura, Pablo advierte a sus hermanos corintios acerca de un caso específico anunciado ya en el capítulo 8: ¿se puede comer carne sacrificada a los ídolos? En el mundo griego, muchas de los animales sacrificados en los templos paganos terminaban siendo ofrecidos en venta para el consumo ordinario en los mercados. Obviamente, para un cristiano convertido, convencido que no estaba aceptando para nada el culto pagano al comer esta carne, compraba sin ningún inconveniente este producto. El gran problema venía cuando los “iniciados en el camino de fe” observaban esto y los podía llevar a la confusión. Pablo, muy oportunamente, les aconseja obrar anteponiendo el beneficio comunitario al individual, y así, usar el criterio del respeto al prójimo y su crecimiento espiritual a una satisfacción personal. ¡Cuánto ayuda un discernimiento prudente! El peligro de obrar sin importar el daño que puedas ocasionar a tus hermanos conduce al escándalo y eso perjudica el entendimiento de aquello que es realmente el objetivo de la fe cristiana: la coherencia de la vida comunitaria.

Nos viene bien meditar esta semana el sentido de la verdadera pureza, la que no se rige tanto por lo externo, sino por lo interno; pero, además, es preciso tener en cuenta que los prejuicios al respecto pueden perjudicar mucho las relaciones humanas, las que justifican el caso de la enfermedad, y más bien, deberíamos promover estas circunstancias como una gran oportunidad para experimentar la acción del poder redentor y purificador del Señor, llegando a proclamar con firmeza: “Señor, tú eres nuestro refugio, me rodeas de cantos de liberación”. No olvidemos que el enfermo, debilitado en sus fuerzas, sigue siendo humano, uno de nosotros; y desde la fe cristiana, nuestro hermano. No revistamos de ideas religiosas equívocas este proceso duro de la enfermedad, sino más bien, acompañemos este proceso haciéndole sentir al hermano enfermo que estamos con él y así no afronte solo este duro proceso.

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