Queridos hermanos:

Permítanme comenzar esta reflexión contándoles una experiencia personal: hace unos años estuve viviendo en Buenos Aires, haciendo lo que los vicentinos llamamos “el Seminario Interno”. Ese año hice mi labor pastoral en una villa a las afueras de la ciudad. A los pocos días de llegado me pidieron que vaya a una casa a visitar a un enfermo. Solo me dieron la dirección en un papel y unas cuantas indicaciones para llegar a la casa. Mi primer intento en llegar a la casa fue un desastre: me perdí. Evidentemente, no conocía ni el barrio, ni las calles, ni las casas, ni a la gente. Empecé a dar vueltas por el lugar para intentar toparme con la dirección, pero fue en vano. Apareció por allí una persona que tampoco conocía el lugar, otra que me dio indicaciones erróneas, otra que estaba apurada. Pregunté y pregunté, y nada. Y de tanto dar vueltas me di cuenta que incluso estaba desorientado como para volver a casa. Empecé, entonces, a sentir miedo y frustración: estaba en medio de un lugar desconocido, peligroso, anocheciendo y no iba cumplir con mi encargo. Hasta que de la nada se apareció un señor. Supongo que habrá visto mi cara de susto porque de frente me preguntó: “¿busca algo?” Solo atiné a darle el papel donde tenía anotada la dirección. El señor esbozó una sonrisa y me dijo: “Vamos. Yo lo llevo”. Por precaución le pregunté: “Pero ¿usted sabe cómo llegar?”. Y me respondió: “Sí, es mi casa”.

Nadie conoce mejor el camino a casa como el dueño de la casa. Esa es la idea que puede resumir la historia. Y también puede ser el mensaje del evangelio de este quinto domingo de pascua. La Iglesia nos propone reflexionar el texto de Juan 14,1-12, que narra una historia similar a la que les acabo de contar. Los personajes son otros, evidentemente, pero el mensaje es el mismo. También se trata de personas que quieren llegar a una casa muy especial, pero andan extraviados, hasta que se encuentran al dueño de la casa que les indica el camino. Analicémoslo detenidamente.

El evangelio de este domingo comienza con una hermosa declaración de Jesús: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque ahora voy a prepararles un lugar. Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes.” Jesús habla de “la casa de su Padre”. Es una hermosa imagen de lo que nosotros conocemos como “cielo”. Efectivamente, el cielo es la casa de Dios. Quizá sea oportuno aclarar aquí que, aunque en este texto se hable del cielo como un lugar (una casa), no debemos tomar esta idea al pie de la letra. Al ser una realidad que se encuentra fuera de esta dimensión física e histórica, no se le puede aplicar los condicionamientos del tiempo y del espacio. El cielo no es, pues, un “lugar” que esté “arriba” o “allá”. Lo que sí expresa claramente la frase de Jesús es que el cielo es el ámbito de Dios. Y esto es lo más grande y hermoso que se puede decir del cielo: allí está Dios, y quien esté allí estará con Dios. Pero no será una relación como dos personas que viven juntas, sino que la relación con Dios en el cielo estará marcada por una plena comunión con él. Vivir “con” alguien no es lo mismo que vivir “en” alguien. Nosotros vivimos en casa “con” alguien, pero en el cielo se vive “en” Dios.

Imagínense lo que esto significa. ¡Vivir en Dios! Debe ser la felicidad más plena que el hombre puede experimentar. Porque si, estando aquí, en la tierra, en esta vida, nos emocionamos y percibimos algo de felicidad cuando sentimos a Dios cerca de nosotros, ¡cuánta mayor felicidad se experimentará viviendo metidos en él! Además, con el añadido de que esta felicidad será eterna. Y lo mejor de todo es que, según lo que Jesús dijo en el evangelio, nuestro destino es vivir esa felicidad. Efectivamente, después que Jesús habló de la “casa de su Padre”, les aclaró a sus discípulos que “iba

a prepararles un lugar, y que cuando lo haya preparado, volverá y los llevará consigo, porque donde está él también deben estar sus discípulos”. Así es, hermanos: todos tenemos “nuestra habitación” en el cielo, es decir, estamos destinados a vivir con Dios eternamente. La Iglesia enseña que el motivo por el que Dios creó al hombre es poder darle todo su amor y hacerle gozar eternamente de su presencia en el cielo. Por eso, usando las mismas imágenes que Jesús, podemos decir rotundamente que el cielo, la casa de Dios, también es nuestra casa, allí está nuestro destino, para eso hemos sido creados, hacia allá vamos.

Sin embargo, llegar a casa no es fácil. El hombre ha demostrado a lo largo de toda su historia qué fácil se extravía en el intento de encontrar el camino al cielo. Basta revisar la historia del pueblo de Israel o nuestra propia vida. Encontraremos una serie de vaivenes que por momentos nos acercan a Dios y por otros nos alejan de él. El principal obstáculo para encontrar el camino a casa es el pecado. El pecado hace que nosotros confundamos las direcciones, no sepamos si vamos o venimos, tomemos caminos equivocados, busquemos ayudas equivocadas, nos frustremos, nos asustemos, muramos. En otras palabras, el pecado puede hacer que nunca lleguemos a casa y perdamos la felicidad eterna. Por eso, hace falta que alguien nos enseñe el camino, alguien que sea más fuerte que el pecado, pero que a la vez conozca nuestra fragilidad. Y quién mejor que el dueño de la casa: el mismo Dios.

La parte principal del evangelio de hoy está en los versículos siguientes: “Jesús dijo: “Ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy”. Entonces Tomás le dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Jesús le respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí”.” Cuando el hombre se extravió y perdió el camino hacia el cielo, el propio dueño de la casa, Jesús, el Hijo de Dios, bajó a este mundo para enseñarle cómo se llega al cielo. “Yo soy el camino”, dice Jesús. Por tanto, la única manera de llegar al cielo es a través de él. Quien configure su vida a la de Jesús, es decir, quien viva como él, piense como él, asuma su proyecto, vea la realidad como la ve él, estará en camino a casa. Esto es lo que significa “nadie va al Padre si no es por mí”. Y esto es tan obvio que el mismo Jesús afirma que no solo es el camino, sino también “la verdad y la vida”, o sea, que por ser el mismo Dios, no hay otro camino que sea tan verdadero como este y que pueda dar la vida eterna.

Queridos hermanos: que no les pase lo que me pasó en Buenos Aires. Se siente bien feo estar perdido. No nos alejemos del verdadero camino que nos conduce a nuestra casa eterna. Hagamos lo posible por parecernos cada vez más a Jesús, para que de esta manera nuestra vida alcance su plenitud. ¡Los veo en casa!

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