Queridos amigos

De las tres resurrecciones que Jesús hizo durante su vida (Lc 7,12; 8,41; Jn 11,43), la más transcendente y significativa fue la de Lázaro, que nos cuenta el evangelio de hoy (Jn 11, 1-45). Fue algo que impactó a todos. Con gratitud y alegría inmensa por parte de los familiares y amigos; con recelo y rechazo irracional por parte de los enemigos de Jesús, quien vio crecer su inseguridad y peligro de muerte (Jn 11, 45-54). A nosotros nos hace ver al mismo tiempo el lado humano de Jesús y su sentido de la amistad. También su rechazo a la enfermedad y la muerte, frutos del pecado. Por todo ello, Jesús se conmovió y lloró…

Y resucitó a Lázaro, aun conociendo las consecuencias, pues para Él, la amistad y la gratitud para con la familia de Betania estaban por encima de sus conveniencias personales. Como lo están sin duda en tu caso y el mío, pues Jesús es el amigo fiel, el amigo que no falla. Había además otra razón para resucitar a Lázaro, y tenía que ver con el Plan de su Padre Dios, que a nosotros tanto nos cuesta aceptar. ¿Por qué Jesús no sanó a Lázaro en cuanto supo que estaba enfermo? Pues porque en el Plan de Dios esta enfermedad no habría de acabar para siempre con él sino que habría de ser para la gloria de Dios y de Jesucristo (Jn 11, 4). ¡Y así fue! Más que si lo hubiera sanado cuando enfermó, que es lo que todos esperaban.

¿Crees que Yo soy la resurrección y la vida?, pregunto Jesús a la aun afligida Martha (Jn 11,25-26). Impacta la conciencia que Jesús tiene de quién es Él y de su poder sobre la muerte. Por eso, añadiendo los hechos a las palabras, ante la expectativa de todos, le gritó a Lázaro: ¡Lázaro, sal del sepulcro! Y el muerto salió… ¡Tremendo momento!, que produjo y sigue produciendo las más variadas reacciones. Para nosotros, de alegría y esperanza, pues nos hace ver que la muerte es sólo como una dormición, que un día también nosotros escucharemos ese grito de resurrección, y que vale la pena depositar toda nuestra esperanza en Jesús.

Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). Esta confesión de Marta -y nuestra- , en el Señor, es la condición para lograr nuestra resurrección. Y para vivir con la esperanza en la vida eterna, que, como dice Benedicto XVI, “abre nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios, que ha creado al hombre para la resurrección y para la vida. Esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres… Privado de la luz de esta fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza”.

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