La parábola de las vírgenes prudentes y necias que esperan la llegada del esposo en un matrimonio y que nos describe el evangelio en el día de hoy nos anima a reflexionar sobre nuestro propio proceder en circunstancias análogas y a cultivar en nuestra vida algunas actitudes esenciales en la pretensión de adherirnos más plenamente al Reino de Dios.

La diferencia que existe entre ambos grupos de doncellas es que unas se caracterizan por la previsión, la vigilancia, la preparación para tener los medios necesarios en el momento justo y así vivir con serenidad, alegría e intensidad el gozo del encuentro con el Señor que ya llega. Las otras viven desde la improvisación y el descuido y defraudan las expectativas que el señor había puesto en ellas. Existen situaciones de exigencia personal que no se pueden prestar porque la responsabilidad es personal e insustituible. No nos puede extrañar que las doncellas que tienen aceite se desentiendan de las que no lo han reservado para el momento oportuno. Somos dueños de nuestras propias acciones y debemos asumir las consecuencias que conlleva una determinada forma de actuar cuando no está en consonancia con nuestras obligaciones propias.

Uno de los grandes peligros de nuestra fe es vivir en la rutina, en la costumbre sin capacidad de superación y renovación. Las ocupaciones y preocupaciones de la vida no nos permiten alcanzar la suficiente serenidad y tranquilidad de ánimo y de espíritu para analizar el marco de prioridades y dar sentido y valor a lo que hacemos; organizar y ordenar nuestro trabajo diario para evitar la improvisación, la ansiedad y las prisas, malas consejeras, que nos desequilibran interiormente.

“Velen, porque no saben el día ni la hora” (Mt. 25, 13) consejo sabio del Señor aplicable a tantas situaciones de la vida, desde las más cercanas e “intranscendentes” hasta la vigilancia que supone la esperanza cristiana del paso previo del encuentro definitivo con Dios en la eternidad.

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