Desde que empezamos a leer el evangelio de san Lucas, allá por el mes de febrero, nunca se mencionó al grupo de personas que protagonizan el evangelio de este domingo: los saduceos hacen su aparición en la vida de Jesús. Lamentablemente, no es un debut muy auspicioso porque, según lo que nos cuenta el evangelista, al final no quedaron bien parados frente a Jesús. Ellos quisieron ponerle una trampa y al final terminaron cayendo en ella. Más bien, somos nosotros los que nos beneficiamos del tropezón de los saduceos, porque de este encuentro entre Jesús y ellos sacamos un mensaje esperanzador: nuestro Dios es un Dios de vivos.
Quizá para entender correctamente este episodio de la vida de Jesús hagan falta algunas precisiones sobre sus interlocutores. Los saduceos eran un grupo aristocrático y sacerdotal de gran influencia en la sociedad judía de la época de Jesús, tanto por su poder económico como por sus opiniones en asuntos religiosos. Era gente rica y de un conservadurismo religioso extremo. En cuanto al pensamiento doctrinal de los saduceos, nos dice el evangelio de hoy que “negaban que hubiera resurrección” (Lc 20,27b). Precisamente, sobre este tema, quisieron poner a prueba a Jesús. Le presentaron un caso muy extremo y raro para que él lo resolviera (Cf. Lc 20,28-33): una mujer a la que se le muere el marido sin dejarle hijos y que luego se desposa con los otros seis hermanos de su primer esposo. La pregunta que los saduceos le hacen a Jesús sobre este caso va en contra de lo que ellos mismos creen, pero, obviamente, eso no les importaba porque lo que querían era hacer caer a Jesús: “Si hay resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa esta mujer, puesto que los siete la tuvieron?” (Lc 20,33). Los saduceos estaban haciendo una interpretación muy literal de una ley antigua llamada Ley del levirato, que decía que una mujer, cuyo marido hubiese muerto sin dejarle hijos, podía casarse con su cuñado para tener descendencia (Cf. Dt 25,5-6). Utilizando esta ley, los saduceos pretendían poner en duda el tema de la resurrección. Jesús, al responderles, utiliza argumentos mucho más esenciales y fundacionales.
Para Jesús, el asunto de la mujer y sus cuñados carecía de importancia. Lo que le preocupó seriamente fue la intención de los saduceos de poner en duda la resurrección. Si nos fijamos bien en la respuesta que da Jesús, nos daremos cuenta de que ataca directamente este tema y deja de lado a la mujer con sus cuñados. Lo primero que dice es que “los que sean juzgados dignos de entrar en el otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no toman marido y esposa” (Lc 20,35). Jesús deja muy en claro que existe la resurrección, pero que no todos serán dignos de ella. En seguida aclara algunos detalles de la vida de los resucitados: “Ya no pueden morir, sino que son como ángeles. Son también hijos de Dios, por haber nacido de la resurrección” (Lc 20,36). Dos cosas podemos rescatar de estas palabras de Jesús: los que sean considerados dignos de la resurrección pasarán a una vida más plena, una vida eterna; y serán hijos de Dios, ya no como lo eran en este mundo terreno, sino más profundamente, legítimamente, ontológicamente.
La última frase de la respuesta de Jesús merece ser comentada en un párrafo aparte. Utilizando como argumento un pasaje de la Escritura que los saduceos conocían muy bien porque formaba parte de la columna vertebral de su fe (nos referimos al pasaje en el que Moisés, frente a la zarza ardiendo, dice que Yavé es “el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”: Ex 3,6), señala lo siguiente: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, y todos viven por él” (Lc 20,38). No existe ninguna otra frase que hable mejor de la resurrección que ésta. En una sola línea Jesús les dice a los saduceos que el destino del hombre no es la muerte, sino que ha sido creado para la vida, pero no cualquier vida, sino una vida de resucitados, es decir, una vida eterna. Por tanto, ya no debe haber dudas sobre la resurrección si el propio Moisés, a quien los saduceos le creían hasta la mínima palabra, lo afirmaba: nuestro Dios es un Dios de vivos.
¡Cómo habrán quedado los saduceos después de la tremenda respuesta de Jesús! ¡Y cómo quedamos nosotros después de saber que estamos destinados a la resurrección! Es cierto, este evangelio nos llena de esperanza al saber que nuestro destino es estar en el cielo junto a Dios. Resurrección es sinónimo de vida eterna, y hacia ella van todos… todos los que sean considerados dignos.

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