San Marcos en el evangelio del presente domingo parte de una pregunta capciosa que los fariseos hacen a Jesús sobre el concepto que tenían de la relación entre el hombre y la mujer. “¿Es lícito a un hombre separarse de su mujer?” (Mc. 10, 2) para deducir algunas conclusiones en relación al matrimonio. Partimos de una cultura y una época donde la mujer se sentía discriminada y sin apenas derechos en comparación al hombre. Jesús recuerda a los fariseos las palabras del Génesis sobre la relación del hombre y de la mujer que implica el amor mutuo en fidelidad, exclusividad e indisolubilidad.

Quien creó al hombre, creó también a la mujer. La mujer es un ser con dignidad, sensibilidad y existencia humanas. No se ha reconocido en la historia así y todavía, incluso en nuestros días y en algunos ambientes más que en otros, hay que superar ciertas barreras mentales que impiden esta comprensión de igualdad en derechos.

Dios creó al hombre y a la mujer para que sean “dos en una sola carne”, la aceptación del “yo” y del “tú” para formar el “nosotros”. Desde una perspectiva cristiana, la ley del matrimonio es una normativa de creación, se encuentra en su misma esencia, está inscrita en su carne, no se puede deshacer, es indisoluble. Cuando un hombre y una mujer se casan, según el pensamiento del Creador, la confianza, la aceptación mutua, la capacidad de donación, giran en torno a la decisión de “amarse mutuamente durante toda la vida”.

La vida matrimonial se fundamenta en el amor en fidelidad, en exclusividad y para toda la vida porque cuando el amor es auténtico tiene que ser perseverante en una dinámica constante de crecimiento en la alegría y en la santidad de vida y purificación para superar las pruebas y dificultades que en todo marco de convivencia humana, aunque esa unión esté bendecida por Dios, suelen surgir. Amor, perdón y comprensión, diálogo sincero y abierto, serán actitudes fundamentales, entre otras, a tener presente especialmente en esos momentos. Desde esta perspectiva el matrimonio sacramental no es solamente, ni mucho menos prioritariamente, un pacto de convivencia sino un regalo de Dios que el hombre y la mujer asumen para “amarse y honrarse mutuamente durante toda la vida” y, fruto del amor, la formación de la familia, querida por Dios.

Así como encontramos en el recorrido de la vida matrimonios felices y plenamente realizados desde el fin que se persigue, lamentablemente, suele suceder también, que por múltiples causas de origen interno y externo, un buen porcentaje de matrimonios padecen problemas en su relación conyugal que desembocan, según el grado de la crisis y la decisión que toman, en rupturas temporales o definitivas. La Iglesia nos pide en estas situaciones que adoptemos una actitud de acogida y ayuda para que el dolor que suponen esas decisiones quede aliviado por el aliento de quienes les rodean.

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