Queridos amigos

A la hora de perdonar huelgan las preguntas: ni por qué ni a quién ni hasta cuánto ni cuántas veces. Es lo que nos dice Jesús en una de sus parábolas sobre el Reino de Dios, la del servidor ingrato, que no perdonó a su compañero, cuando tanto le habían perdonado a él (Mt 18,21-35). Hay que perdonar a todos todo el tiempo, es decir todo y siempre. Más aun, hay que perdonar sin condiciones, sin explicaciones y sin pedir nada a cambio. Y lo más sublime y costoso: hay que perdonar de corazón y olvidando, que es como Dios perdona y quiere que nosotros lleguemos a perdonar.

 

¿Se han preguntado por qué Dios y Jesucristo son tan exigentes en el perdón y por qué quieren que vivamos perdonándonos? Hay que perdonar para ser amigos de Dios y obtener su perdón, para amistar con los hombres y mujeres del mundo y ser felices, para aceptarnos a nosotros mismos y realizarnos como personas plenas y serenas, etc. Todo con el perdón y nada sin el perdón. ¿Por qué así? Porque el perdón restablece el orden de cosas querido por Dios y destruido por el pecado. Dios que es unidad en el amor, lo ha hecho todo para reflejar esa unidad en el amor. Lo que la destruye (el pecado) es odioso y dañino; lo que la reconstruye (el perdón) es bienvenido y necesario.

La Biblia está llena de frases y momentos de perdón. En el Antiguo Testamento sobresalen los salmos del perdón (25, 32, 78, 79, 85, 103, etc.) y en el Nuevo las parábolas del perdón (el hijo prodigo Lc.15, 11-32; el siervo despiadado Mt.18, 23-35; los dos deudores Lc 7, 41-50; el mayordomo infiel Lc 16, 1-9, etc.). Pero lo máximo es la institucionalización que Jesús hace del perdón, al dar a los apóstoles el poder de perdonar en el nombre de Dios (Mt 16,19; Jn 20, 22-23). Nace así el llamado sacramento del perdón (o Reconciliación o Confesión). A partir de este momento el perdón humano (que nos damos cuando nos decidimos a reconciliarnos) y el perdón divino (que Dios nos da cuando acudimos a Él arrepentidos), se enriquecen con el perdón sacramental, que es lo máximo.

Hay cien razones para perdonar y ninguna para no perdonar. Sólo el masoquista no perdona, al dejar que el recuerdo de la ofensa y del ofensor degenere en resentimiento, en rencor, en odio, que enferman y esclavizan sus vidas. Quien perdona sana su cuerpo y salva su alma, que la libera y ennoblece al mostrarse magnánimo. Quien perdona se parece a Dios que hace llover y salir el sol para buenos y malos por igual (Mt 5, 43-45); y que, como el Padre pródigo de la parábola, está siempre a la espera del hijo para darle, sin palabras, el abrazo del perdón.

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